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Cuando la cultura se vende al mejor postor en la política de turno Opinión AgenciaUno

Cuando la cultura se vende al mejor postor en la política de turno

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Samuel Toro
Por : Samuel Toro Licenciado en Arte. Doctor en Estudios Interdisciplinarios sobre Pensamiento, Cultura y Sociedad, UV.
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Una de las cuestiones que está en juego es la propia definición de lo público. Sabemos –por experiencia comparada– que los desarrollos culturales tienen el poder de revelarnos y develarnos otras maneras de ver el mundo y de operar transformaciones sociales.


Me cuesta entender cómo un escándalo con la magnitud de ProCultura ya transita con la naturalidad de una crónica más de la jornada. En los quioscos digitales y entre las pantallas de noticias, los titulares sobre ProCultura se suceden como un caudal imparable de cifras con montos millonarios, convenios directos y escuchas reveladoras. Pero ¿dónde queda la indignación “ciudadana”? ¿Qué lección extraemos cuando la integridad de lo cultural, en su sentido más amplio, ha sido violentada bajo el amable disfraz de la política cultural?

La gestión cultural, en su origen, debiera ser registro “vivo” de la triangulación entre lo estético, lo ético y lo político. No son tres esferas autónomas, sino coordenadas inseparables de cualquier experiencia de lo público. La “repartición de lo sensible” ranceriana determina quién tiene voz, quién presencia y cómo se configura lo comunitario. En esa matriz, el Estado y sus organismos (entre ellos las fundaciones que administran fondos públicos) tienen la responsabilidad ética de facilitar un espacio donde lo estético genere reflexión política y exija un comportamiento moral urgente.

Sin embargo, en el caso ProCultura los pilares se invirtieron, donde los gestores crecieron en la idea de que la cultura era un botín más, un recurso para el trueque partidario y no el tejido compartido que debiese definir el intento, ya casi utópico, de democracia.

Alberto Larraín y su círculo controlaron casi sin contrapesos una estructura que en teoría debería haber promovido diversidad y disenso. En vez de ello, vemos cómo la ética de urgencia que reclama justicia cultural fue sepultada tras redes clientelares. El gesto original de convocar a poetas, muralistas, pensadores y colectivos comunitarios quedó reemplazado por facturas que alimentaron volantes electorales y por un silencio transversal de políticos y políticas que nunca han intentado investigar el verdadero potencial de la inversión cultural a mediano y largo plazo.

En cambio, la cultura se ha convertido en un “extra” incómodo para las élites partidarias, tan incómodo como aquellas que afirman una supuesta “superioridad moral de la izquierda”, mientras las conquistas éticas se disuelven en el juego de favores y en la partidización de lo público.

Resulta fundamental entender que gestionar cultura desde ese triángulo inseparable no es puritanismo ni academicismo, sino un compromiso con una ética contemporánea de urgencia. No hablo de un imperativo kantiano de deber abstracto, sino de una necesidad inmediata de dignificar la “condición humana”, o “posthumana” (o la condición de lo que sea que podamos ser, mientras existimos como especie), y su capacidad de pensar críticamente.

Se supone que la cultura pública debe ser laboratorio de diálogo y contestación, no un santuario cerrado del poder. Cuando los fondos se reparten sin transparencia y terminan en bolsillos afines, la gestión cultural ofende su propia razón de ser y debilita el sostén social que hace posible la diversidad creativa y el trabajo por la búsqueda y el fortalecimiento de ella.

“Todos y todas” hemos escuchado acerca de montos superiores a los $6.800 millones adjudicados sin concurso, de gobernadores que firmaron convenios directos, de audios en los que se asume la posibilidad de un acto no voluntario de ilegalidad, pero si de “idiota”, como mencionó el mismo Presidente Boric. Y sí, esas revelaciones se están convirtiendo en agua de rutina informativa como suele ocurrir con muchos escándalos públicos imperdonables.

En este caso, la tragedia bananera radica en que nuestro espacio de lo sensible ese “lugar” donde lo cultural construye importantes momentos de ficciones de sentido momentáneas y crítica ha sido timoneado por operadores políticos. Una gestión cultural libre de reflexión y fiscalización social, sin brújula ética, solo reproduce las injusticias en la concentración de recursos, precariedad sistemática y fractura de redes comunitarias. Para miles de creadores y gestores independientes es un recordatorio de que el sistema está diseñado para privilegiar la afinidad política antes que la continuidad del desarrollo cultural.

La burocracia técnica de los concursos, con sus plazos sorpresivos y criterios opacos, se convierte en un filtro implacable para el resto de las investigadoras y los investigadores y agentes culturales, mientras la asignación de recursos del “Programa de Apoyo a Organizaciones Culturales Colaboradoras” (PAOCC) y el “Fondo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico, Fondecyt” pueden esperar y retrasarse sin mayores explicaciones, cuando, en paralelo, los mismos que pregonan la “revolución cultural” se conforman con gestiones a la medida de su clientela.

Es ahí donde se rompe el pacto fundacional, donde el arte y la cultura dejan de ser puente de reflexión, entendimiento y denuncia para transformarse en botín de poder.

Desde la óptica de la ética de urgencia, no podemos permanecer impasibles. La cultura pública tiene en su deber restituir la soberanía de lo sensible, auscultando las “periferias” sociales, amplificando “voces” críticas y sostener una pluralidad que trascienda a los comités de adjudicación. Cuando la gestión falla, no solo se desperdician recursos, sino que se abandona además la forma misma en que nos constituimos como comunidad política y estética. El resultado es un paisaje cultural cada vez más homogéneo y domesticado, incapaz de cuestionar el statu quo.

Para terminar, quisiera mencionar que una de las cuestiones que está en juego es la propia definición de lo público. Sabemos por experiencia comparada que los desarrollos culturales tienen el poder de revelarnos y develarnos otras maneras de ver el mundo y de operar transformaciones sociales. Pero cuando esa potencia se encierra en redes clientelares, nos condena a un silencio mortuorio, donde las pulsiones de las luchas se redirigen hacia los propios agentes culturales: artistas contra artistas; el pueblo contra el pueblo.

A pesar de esto último, la escasa escena artística y cultural nacional prosigue su labor en talleres, patios y plazas (y algunas condiciones de posibilidad en espacios institucionales), que el poder ha ignorado. Los gestores y las gestoras y creadores subsisten inventando prácticas autoorganizadas, generando “espacios de resistencia”. Desde una perspectiva optimista, la cultura podría “renacer” de estos desastres, recuperar su fuerza subversiva para recordarnos que la riqueza de una sociedad no está en las cifras oficiales, sino en la capacidad de sus habitantes de imaginar y construir otros mundos posibles.

Sin ello, el campo cultural chileno corre el riesgo (bastante cercano) de quedar reducido a la mera escenografía de un teatro de poder. Y eso, definitivamente, sería una derrota transversal para todos y todas, nos demos, o no, cuenta de ello.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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