
Cuando el futuro deja de importar
“El futuro de los niños es siempre hoy. Mañana será tarde.”
El viernes pasado, mientras cobraba el Jeans Day en el colegio, se acercó un alumno de octavo básico. Eran cerca de las 9 de la mañana y, como muchas veces, no estaba en clases. Le pregunté por qué andaba vagando por los pasillos y me respondió, con una mezcla de desgano y costumbre, que estaba aburrido. Se que suele escaparse de clases, lo hace también en la mía, que va a ver a su polola de un curso más arriba. Pero esta vez, más que retarlo, quise comprenderlo. Le dije ojo con su notas, ya que en mi asignatura sacó un 2,7 en la última prueba e imagino que no debe ser diferente en el resto, solo se puso a reír y que el próximo semestre se pone las pilas, le pregunté qué quería hacer con su vida.
Su respuesta fue tan cruda :
—”Quiero ser prostituto, profe. Si total es solo culiar y listo”.
Intenté profundizar, más por necesidad pedagógica que por ingenuidad:
—”¿Y eso es lo que aspiras a ser, eso es lo que te mueve?”
La respuesta vino con una naturalidad desarmante:
—”Obvio po, profe, como el Cangri y el Dash”.
Me impactó la referencia. No solo por el contenido, sino por lo anacrónico. Cangri y Dash no son parte del paisaje cultural de la actual generación adolescente, aún más pensando que este chico tenía 1 año cuando estaban en su fama máxima los aludidos. O al menos eso creía. Pero luego me enteré de un dato que, aunque breve, desconocía en su totalidad: ellos estudiaron en este mismo colegio. Los pasillos donde hoy enseño fueron los suyos. Las salas donde intento hacer clases, fueron su escenario.
Y ahí entendí algo importante: para muchos estudiantes, ellos siguen siendo referentes. No por lo que construyeron, sino por lo que representaron: rebeldía, notoriedad, dinero sin mérito, y la glorificación del “ser alguien” sin esfuerzo. Para el estudiante que me habló, como para muchos otros, la lógica del camino corto, del golpe de suerte, del mito de barrio, sigue vivo. Incluso más que nunca.
La tragedia como leyenda
Cangri murió traicionado, abandonado en el desierto y abusado sexualmente, cuando intentaba vender una camioneta robada en Santiago para un Narco Boliviano. Y lejos de convertirse en un ejemplo a evitar, su muerte reforzó su estatus de leyenda. El morbo venció a la reflexión. El espectáculo mató la advertencia. Y la imagen que quedó fue la del joven que “se la jugó”, no la del joven que cayó.
En ese espejo se miran nuestros estudiantes. En un país donde la ética parece una carga, donde la fama sin contenido es moneda corriente, ¿Cómo pretendemos que valoren el esfuerzo, el conocimiento, o el aprendizaje? ¿Qué incentivo tienen para tomar el camino largo si todo a su alrededor les grita que no vale la pena?
Una cultura sin referentes
Hago también mi autocrítica. Yo crecí sin grandes modelos. En mi casa nunca me hablaron de héroes ni de inspiración. Me dejaron ser, sin empujarme, pero también sin orientarme o en presentarme modelos, solo que debía buscar ser mejor. Mis modelos eran los luchadores de la WWE. No me gustaba leer. No me interesaba aprender. No por rebeldía, sino porque nadie me enseñó a ver el valor del conocimiento. Solo en la universidad encontré los libros, las ideas, la posibilidad de pensar con profundidad.
Hoy, mi mayor referente es Guillermo del Toro. Por su visión, su sensibilidad, su capacidad de abrazar lo marginal. Porque hizo del monstruo un símbolo de humanidad. Porque me enseñó que lo raro, lo sensible y lo roto también tienen belleza. Me dio permiso para habitar el borde, y construir desde ahí. Pero ¿Cuántos jóvenes en este país tienen acceso a eso? ¿A una figura que los invite a imaginar otros mundos, otras vidas, otros destinos?
La mayoría ni siquiera sabe que existe esa opción. Y no es culpa suya.
El callejón sin salida de las instituciones
En el aula y fuera de ella, vemos cada vez con más claridad el desgaste estructural del sistema educativo. Hay alumnos que, en el primer mes de clases, ya suman 30 anotaciones negativas. Agresiones. Faltas de respeto. Fugas constantes de clases. Pero las instituciones tienen las manos atadas. No se puede expulsar. No se puede sancionar más allá de una suspensión que, en muchos casos, es un premio: cinco días en casa, desconectados de la exigencia.
Y si se expulsa, se es acusado de quitar oportunidades. Porque sí, para muchos estudiantes el colegio es el único espacio seguro que conocen. Un lugar donde reciben desayuno y almuerzo. Donde alguien los llama por su nombre. Donde hay adultos que intentan, con las pocas herramientas que les quedan, ofrecerles algo parecido a un refugio. En hogares donde el dinero escasea y la presencia emocional está ausente, el colegio no solo enseña: contiene. Y eso también es un acto de resistencia.
Pero ¿Qué pasa con los alumnos que lo rechazan todo? ¿Qué hacemos con quienes ya no creen en la escuela como posibilidad? ¿Cómo actuamos cuando la educación choca con un entorno donde la norma es la sobrevivencia, la transgresión, o el caos?
Educar es abrir grietas
A veces me pregunto si sirve de algo lo que hago. Si de verdad queda algo después de tantas clases, tantas veces en que uno habla y nadie escucha. Pero luego me detengo. Y pienso que educar no es transformar multitudes. Es abrir grietas. Espacios por donde entre la duda. Por donde una frase, una historia, un libro o una canción pueda quedarse ahí, latiendo en silencio, hasta que en algún momento florezca.
No todos quieren aprender. Pero algunos sí. Y para ellos vale la pena resistir. Vale la pena pararse frente a un curso donde pocos miran, donde muchos desprecian, y aun así decir: “Esto es lo que hay del otro lado. Esto también existe.”
Porque mientras el país siga sin ofrecer héroes, nosotros tendremos que inventarlos. O mejor dicho, mostrarlos. Porque sí existen: en el arte, en la historia, en la ciencia, en la cultura. Están ahí, esperando ser descubiertos.
Y mientras alguien, aunque sea uno solo, logre verlos, la lucha continúa.
Hoy, cuando el futuro parece un espejismo para muchos de nuestros jóvenes, y la sociedad responde con indiferencia o simplemente criticar desde las redes, la educación sigue siendo uno de los pocos lugares donde todavía se puede sembrar algo distinto.
Pero sembrar en tierra dura requiere más que discursos. Requiere una transformación estructural, ética y cultural.
Porque como dijo Gabriela Mistral:
“El futuro de los niños es siempre hoy. Mañana será tarde.”
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