
Filtraciones para cuidar la democracia… ¿o para debilitarla?
Si las filtraciones provienen del corazón de las instituciones que debieran garantizar el debido proceso, entonces no estamos frente a un acto justiciero, sino ante un síntoma de descomposición.
La prensa es con frecuencia llamada el “cuarto poder”. No porque tenga una representación institucional como el Legislativo, Ejecutivo o Judicial, sino porque tiene la capacidad de influir masivamente en la opinión pública, de presionar a las autoridades, de vigilar al poder y, por cierto, de denunciar hechos que de otro modo quedarían en la impunidad. Las filtraciones, en ese sentido, se han convertido en una herramienta invaluable para el periodismo de investigación. Casos como el Watergate, los Pandora Papers o incluso el caso Hermosilla en Chile muestran cómo estos “golpes noticiosos” pueden revelar el funcionamiento irregular de los poderes fácticos.
Sin embargo, aunque todos estamos de acuerdo con el principio de “caiga quien caiga”, hay una pregunta incómoda —y poco abordada últimamente en la opinión pública—: ¿importa de dónde provienen las filtraciones?”
En un contexto ideal, las filtraciones provienen de personas movidas por un compromiso ético con la verdad y la justicia, aunque violen el deber de reserva. Pero no siempre es así. Lo que hoy ocurre en Chile con las escuchas telefónicas al presidente Gabriel Boric —una conversación íntima con su expsiquiatra Josefina Huneeus, exesposa de Alberto Larraín, imputado en el caso Fundaciones— abre una zona gris, preocupante y peligrosa.
¿Por qué la Fiscalía accedió a una escucha telefónica donde el interlocutor es el Presidente de la República sin tener autorización judicial? ¿Por qué se permitió acceder a una conversación privada escudándose en que el teléfono estaba a nombre de otra persona, cuando se sabía quién lo usaba? ¿Y más grave aún: cómo esa conversación terminó en manos de la prensa?
Estas preguntas son legítimas no solo por su contenido, sino por lo que implican para el funcionamiento del Estado de Derecho. Las filtraciones desde dentro de las instituciones, especialmente si provienen del Ministerio Público, pueden constituir un delito, violar garantías fundamentales y comprometer la imparcialidad del sistema judicial.
Hoy, la Fiscalía ya enfrenta cuestionamientos por casos como el del exfiscal Manuel Guerra, quien tras dejar el Ministerio Público vio duplicado su patrimonio, mientras se le investiga por cohecho y violación de secreto en causas donde habría compartido información confidencial con el abogado Luis Hermosilla. La justicia, por su parte, también ha sido blanco de sospechas de tráfico de influencias en la designación de ministros de Corte. Es decir, no hablamos de instituciones incuestionables ni ajenas al poder político y económico.
Volvemos entonces a la pregunta central: ¿Son las filtraciones las que protegen al sistema, o son ellas las que terminan horadándolo desde dentro?
Cuando las filtraciones provienen de fuentes externas —como partes involucradas, querellantes, imputados— se puede entender como parte del conflicto. Pero si las filtraciones provienen del corazón de las instituciones que debieran garantizar el debido proceso, entonces no estamos frente a un acto justiciero, sino ante un síntoma de descomposición.
En este clima, el uso de escuchas telefónicas a la más alta autoridad del país —filtradas luego a la prensa— sin autorización judicial expresa para interceptarlo, y bajo un artilugio formal, más parece una operación que una diligencia legítima. A esto se suma el hecho de que estas acciones, en apariencia “legales”, pueden ser usadas con fines extrajudiciales o políticos. ¿Superhéroes filtradores? No necesariamente. Tal vez estemos ante funcionarios motivados por intereses personales, presiones institucionales o lógicas de poder que poco tienen que ver con el interés público.
Por eso, es hora de salir del entusiasmo por el golpe noticioso y preguntarnos si el verdadero ‘caiga quien caiga’ no está siendo transformado en un nuevo modelo de negocio de los poderes fácticos.
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