
A 100 años de la masacre del salitre: la desconocida historia de las víctimas campesinas
El sistema de “enganche” fue una de las formas más crueles de esta explotación: se estima que más del 60% de los trabajadores del ciclo salitrero llegó desde zonas rurales bajo contratos informales, sin garantías ni retorno.
El 4 y 5 de junio de 1925, cientos de trabajadores del salitre fueron asesinados en las oficinas de Coruña, Maroussia, La Foch de Huara y otras salitreras de Tarapacá. Aquel crimen, cometido bajo el Gobierno de Arturo Alessandri Palma, no fue solo una represión obrera, una más de nuestra historia oscura: fue también una masacre campesina.
Muchos de los muertos eran hombres y mujeres reclutados desde las zonas rurales del sur mediante sistemas de “enganche”, llevados al norte bajo promesas que terminaron en explotación, hambre y muerte. Estudios han documentado que una gran parte de la mano de obra salitrera provenía de sectores rurales, incluso de comunidades mapuche, trasladadas al desierto bajo coerción o necesidad extrema.
Estos días, al cumplirse cien años de esos hechos, la memoria histórica sigue siendo fragmentaria. La historia oficial los ha relegado al olvido o los ha reducido a un episodio laboral, desconociendo el trasfondo estructural de desigualdad, racismo y despojo que los hizo posibles. Pero para las organizaciones del mundo popular rural, esta conmemoración es una oportunidad para mirar una verdad poco reconocida: el campesinado también fue víctima de la violencia de Estado y del modelo extractivo que se impuso en la pampa del norte, lejos de los territorios productores de alimentos.
La represión no solo respondió a una huelga: fue parte de una estrategia más amplia de disciplinamiento de la población rural, cuyas economías locales estaban ya colapsadas por la concentración de tierras y el abandono estatal. De hecho, entre 1920 y 1950, la migración campo-ciudad se aceleró y la población urbana pasó del 45% al 60%, marcando una transformación forzada del país desde sus raíces rurales.
Los cuerpos campesinos –mapuches, chilenos, migrantes andinos– fueron la fuerza de trabajo que sostuvo la riqueza salitrera. Su tránsito forzado del campo a las faenas industriales no fue una modernización voluntaria, sino una respuesta desesperada ante la pérdida de tierras, la miseria rural y la falta de oportunidades.
El sistema de “enganche” fue una de las formas más crueles de esta explotación: se estima que más del 60% de los trabajadores del ciclo salitrero llegó desde zonas rurales bajo contratos informales, sin garantías ni retorno. Así, la represión de 1925 no solo clausura una huelga: marca un hito en el proceso de subordinación del mundo rural al capital.
La historia de 1925 no terminó con el silenciamiento campesino. Las trayectorias de vida actuales de miles de jóvenes, empujados por la falta de tierra, agua y condiciones dignas, se ven obligadas a migrar de la labor campesina a faenas agrícolas industriales precarias, plantaciones forestales degradadas o ciudades que los invisibilizan. Hoy, más del 60% de los productores campesinos tiene más de 55 años, según el último Censo Agropecuario, lo que evidencia una crisis generacional profunda. El despojo hoy se expresa no solo en la pérdida material del territorio, sino también en la ruptura de vínculos comunitarios, saberes campesinos y proyectos de vida familiar.
Comprender la masacre del salitre como parte de una historia de largo plazo permite iluminar cómo la violencia estructural ha operado, y aún opera, como una estrategia de fragmentación y subordinación de la naturaleza y la población rural al capital. En paralelo, más de 600 localidades rurales han perdido población o han desaparecido entre 1992 y 2017, revelando la continuidad de esta lógica de expulsión silenciosa.
Desde Conaproch y la CLOC-Vía Campesina, nos sumamos a las actividades conmemorativas en Huara, Pozo Almonte e Iquique, no solo para rendir homenaje, sino también para reafirmar una demanda urgente: que el campesinado sea reconocido como actor histórico y político en la construcción del país. Porque la violencia estructural sigue vigente: hoy adopta la forma entrelazada de agroindustria liberal, expansión forestal, crisis hídrica, concentración de tierras y abandono institucional, entre otras.
Basta observar que el 1% de los propietarios agrícolas controla casi el 80% de las tierras cultivables del país, mientras que el gasto estatal por habitante en zonas rurales es hasta cuatro veces menor que en zonas urbanas, especialmente en regiones campesinas como Biobío y La Araucanía.
La memoria no es solo recuerdo: es una herramienta para disputar el presente. A 100 años de la masacre del salitre, exigimos justicia histórica, soberanía alimentaria y dignidad para el mundo rural.
- El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.