
Desde Gaza a Chile: memoria, genocidio y el deber de las universidades
Desde Chile, y particularmente desde nuestras universidades públicas, debemos asumir con convicción que lo que ocurre en Gaza constituye un crimen de lesa humanidad.
Desde el 7 de octubre de 2023, el mundo ha sido testigo de una de las más atroces campañas militares de la historia reciente: la masacre del pueblo palestino en la Franja de Gaza. Lo que comenzó como una respuesta bélica por parte del Estado de Israel tras el ataque de Hamás, ha devenido en una operación sistemática de exterminio de civiles, destrucción deliberada de infraestructura esencial y aniquilación del tejido social palestino.
A la fecha, más de 35 mil personas han sido asesinadas, en su mayoría mujeres y niños, según datos verificados por la Oficina de Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA). La magnitud de la catástrofe humanitaria y la violencia desproporcionada ejecutada por Israel solo puede describirse con una palabra: genocidio.
Entre las innumerables víctimas de este crimen colectivo se encuentran las universidades palestinas. De acuerdo con la organización Euro-Med Human Rights Monitor, al menos 12 universidades han sido completamente destruidas y más de 500 académicos, funcionarios y estudiantes universitarios han sido asesinados. La Universidad Islámica de Gaza, fundada en 1978 y considerada una de las instituciones más relevantes en la formación científica y técnica del pueblo palestino, fue arrasada por bombardeos aéreos.
No se trata de “daños colaterales”, sino de un ataque directo a la capacidad de una sociedad de imaginar y construir su futuro. Es una forma de epistemicidio: la eliminación deliberada de comunidades del saber, como forma de dominación total.
Frente a este escenario, cabe preguntarse: ¿cuál es el lugar de las universidades frente al genocidio? ¿Pueden las instituciones del saber mantenerse neutrales cuando la barbarie se impone con el amparo de los poderes globales? ¿Qué exigencias éticas y políticas recaen sobre las universidades públicas, especialmente aquellas que, como las chilenas, conocen en carne propia el peso de la violencia y el silenciamiento forzado?
Las universidades no son únicamente espacios destinados a la producción de conocimiento; son también territorios simbólicos y materiales donde se gesta la conciencia crítica, se ejerce la deliberación democrática y se resguarda la memoria histórica de los pueblos. Por ello, la masacre perpetrada en Gaza no puede ser comprendida únicamente como una tragedia humanitaria: constituye también un asalto frontal a la vida universitaria, a la posibilidad misma de educar con dignidad, de investigar con libertad y de pensar el futuro en clave emancipadora.
La destrucción sistemática de bibliotecas, laboratorios, aulas y centros de investigación en Gaza no es un daño colateral, sino una forma contemporánea de barbarie: una quema de libros, pero renovada, ejecutada ahora con misiles y blindaje internacional, que evoca los episodios más oscuros de la historia reciente de Chile.
Afortunadamente, algunas universidades en distintas partes del mundo han comenzado a alzar la voz frente a la catástrofe en Gaza, asumiendo que el compromiso con los derechos humanos y la dignidad de los pueblos no puede subordinarse al cálculo político ni a la neutralidad cómoda. En la Universidad de Harvard, por ejemplo, más de treinta departamentos y más de mil estudiantes y académicos firmaron cartas públicas en las que denunciaron el genocidio en curso, exigieron el cese inmediato de la violencia y demandaron a las autoridades universitarias una postura clara y coherente frente a las atrocidades.
Sin embargo, estas expresiones de conciencia no han estado exentas de represalias. En efecto, el trumpismo y su entramado de influencias han desplegado una ofensiva coordinada de presión, censura y castigo, orientada a acallar las voces disidentes que denuncian la violencia sistemática ejercida por el Estado de Israel sobre la población palestina.
De igual modo, fundaciones conservadoras, legisladores republicanos y operadores del aparato federal han promovido audiencias hostiles, amenazado con recortes de fondos, difundido listas negras y desplegado una maquinaria discursiva que busca intimidar y disciplinar a quienes se atreven a ejercer la crítica.
Harvard, al igual que otras instituciones de la Ivy League, ha sido blanco de una campaña concertada por parte de grandes donantes, muchos de los cuales han retirado aportes millonarios en represalia por las posturas adoptadas por estudiantes, facultades o cuerpos académicos solidarios con Palestina.
Esta presión financiera ha sido acompañada de una estrategia pública de escarnio, en la que activistas estudiantiles han sido expuestos en medios de ultraderecha, conferencias han sido canceladas y se ha instalado un clima de vigilancia y autocensura que amenaza con erosionar la libertad de cátedra y el pensamiento crítico. En este contexto, no pocas universidades han optado por comunicados vagos o elusivos, temerosas de ser acusadas de antisemitismo por solidarizar con el pueblo palestino, incluso cuando esa solidaridad se expresa dentro de marcos éticos y jurídicos irreprochables.
Lo que emerge de este panorama es una nueva forma de macartismo académico, una persecución ideológica legitimada bajo el ropaje de la corrección política, que deslegitima de manera automática cualquier crítica a las políticas de Israel, borrando intencionadamente la distinción fundamental entre judaísmo como religión, sionismo como ideología nacionalista y colonialismo como estructura de dominación.
Esta represión simbólica, disfrazada de defensa institucional o de neutralidad académica, no solo restringe el campo de lo decible dentro de la universidad, sino que traiciona su razón de ser: la universidad como espacio de pensamiento autónomo, de deliberación ética y de compromiso activo con los principios fundamentales de los derechos humanos.
En América Latina, algunas universidades han comenzado a expresar una conciencia ética frente al drama de Gaza, comprendiendo que el conocimiento no puede desvincularse de la responsabilidad moral. Instituciones como la Universidad de Buenos Aires y la UNAM han emitido declaraciones solidarias que, más allá de lo simbólico, afirman que el silencio ante el genocidio equivale a su legitimación.
En contraste, en Chile, país marcado por una historia de violencia, represión y exilio, la respuesta de las universidades ha sido, en general, débil, dispersa y silenciosa. Resulta paradójico que precisamente las universidades públicas, que se reconocen herederas de luchas democráticas y de pensamiento crítico, permanezcan ajenas o ambiguas ante una masacre transmitida en tiempo real.
Frente a una ofensiva que no solo extermina cuerpos, sino también memorias, saberes, símbolos y proyectos colectivos, callar es resignarse a la barbarie como norma. Nuestra propia historia reciente: el bombardeo de La Moneda, la desaparición forzada de académicas, académicos y estudiantes, la quema de libros, la tortura institucionalizada, nos recuerdan que el terror no es una abstracción y, por tanto, esa memoria no puede quedar reducida al ritual conmemorativo, en tanto, si la memoria no nos moviliza frente a las injusticias del presente, deja de ser memoria y se convierte en olvido legitimado.
Así como las universidades resistimos durante la dictadura de Pinochet, creando espacios para el pensamiento libre y denunciando las violaciones sistemáticas a los derechos humanos, hoy se impone con igual urgencia la necesidad de adoptar una posición clara, sin ambages ni eufemismos frente a la masacre perpetrada contra el pueblo palestino.
No estamos ante un conflicto simétrico ni ante un dilema geopolítico abstracto, sino ante la negación radical de derechos fundamentales: la vida, la autodeterminación, la educación, la memoria, la justicia. Defender estos principios no significa “tomar partido”, como argumentan los moralmente indiferentes, sino afirmar nuestra pertenencia a una tradición humanista que no admite la violencia como destino ni la indiferencia como virtud.
Como ha señalado el académico palestino-argentino Gabriel Sivinian, “la masacre en Gaza no es solo una guerra, es un intento de borrar del mapa a un pueblo entero, con su historia, su cultura, sus saberes”. Las universidades no pueden ser indiferentes ante esta borradura. Quienes hoy enseñamos en instituciones públicas lo hacemos desde una responsabilidad que trasciende las paredes del aula: tenemos el deber moral de denunciar, de resistir simbólicamente, de solidarizar activamente.
Educar, como sostenía Paulo Freire, es un acto profundamente político, y en tiempos de genocidio ese acto demanda una claridad ineludible. No hay equidistancia posible cuando se asesina a niñas y niños bajo los escombros de hospitales y escuelas; no existe neutralidad cuando se bombardean universidades; no caben los “dos lados” cuando uno de ellos ejerce un dominio absoluto sobre el poder militar, cuenta con respaldo diplomático irrestricto y dispone de un blindaje mediático que normaliza la barbarie y silencia el horror.
Desde Chile, y particularmente desde nuestras universidades públicas, debemos asumir con convicción que lo que ocurre en Gaza constituye un crimen de lesa humanidad. Y frente a ello, como comunidad académica, no solo tenemos el derecho a pronunciarnos con firmeza: tenemos el deber ético e histórico de hacerlo.
- El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.