
En respuesta a Patricia Politzer
Imagino bien la desolación a la que usted alude, de ver que disminuyen los encuentros fraternales, los amistosos momentos en los que un comentario, un gesto, una sonrisa, bastan para recargar de humanidad y de gusto por la vida, los días de cada día.
Le agradezco sinceramente por lo expresado en su columna publicada en El Mostrador del 12 de junio de 2025, bajo el título: “¿Cuántos amigos me quedan?”, porque sus palabras muestran una dimensión, no siempre, ni suficientemente, explicitada de la inconmensurable tragedia que viven el pueblo palestino y el pueblo judío. Me apresuro a decirle, Sra. Politzer, que no pretendo equiparar la suerte de ambos pueblos, porque no hay equivalencia posible.
Lo que me parece relevante de su texto es que da cuenta del daño profundo que el Gobierno israelí está causando a los judíos del mundo entero; daño a la comunidad judía y a cada judío en particular, como se deduce de lo que usted señala nítidamente: la creciente soledad alimentada por el alejamiento de los amigos, como consecuencia de los acontecimientos de Gaza.
Imagino bien la desolación a la que usted alude, de ver que disminuyen los encuentros fraternales, los amistosos momentos en los que un comentario, un gesto, una sonrisa, bastan para recargar de humanidad y de gusto por la vida, los días de cada día.
Si, Sra. Politzer, la pérdida de amigos es inconsolable, sea cual sea la causa de esa pérdida: la incomprensión, las divergencias políticas, o la muerte absurda, impensable, la muerte que no tiene absolutamente ninguna justificación.
Ciertamente, usted tiene sus razones para pensar que el quiebre de las relaciones con miembros de su entorno no se produjo “cuando el ejército de Israel atacó a Gaza de forma inmisericorde”. La fractura habría tenido lugar “el 7 de octubre de 2023, cuando Hamas protagonizó una masacre inimaginable”, y la mayoría (de sus amigos) se quedó en silencio. Y hoy, esos amigos no están, para poder contrarrestar los insultos, las aleves agresiones de las que usted es objeto.
Sin ser un cercano suyo, tengo la convicción, Sra. Politzer, de que usted no es ni asesina ni merece ninguno de los vituperios que le lanzan por las RRSS, usted no es sino una víctima judía más, del terrorismo de Estado practicado por el Gobierno de Benjamin Netanyahu, de quien dice, con mucha razón, que es un “narciso maligno, funcional (…) al extremismo sanguinario de Hamas. Desgraciadamente, la opinión pública israelí, los partidos políticos mayoritarios de Israel, las instituciones y los medios de comunicación de ese país, no comparten su opinión sobre el primer ministro, más aún, le brindan un apoyo que le sirve de blindaje, poniéndole a buen resguardo de cualquier acción judicial por los numerosos delitos que se le imputan, obscena protección acompañada por el ruido y la furia de una apocalíptica represión sobre el pueblo palestino de la Franja, de Jerusalén y de los territorios ocupados de Cisjordania.
Usted afirma, Sra. Politzer, que “el derecho a existir de Israel es tan trascendental como en 1948”. Ahora bien, para que esa afirmación sea incondicionalmente cierta y necesariamente válida, es preciso tener una idea, por somera que fuere, del lugar y el momento en que fue creado el Estado de Israel.
No es este el lugar para una disertación sobre la historia de Palestina o del sionismo, y mal podría hacerlo, pues carezco de las competencias que ello requiere. Por lo tanto, sobre esta materia, me limito a compartir con usted un par de breves reflexiones.
He aquí la primera:
Los horrores provocados por el ataque del ejército israelita en Gaza son sobrecogedores, la inmensidad del dispositivo militar empleado y la meticulosa prolijidad con la que se ha castigado a la población gazatí, desmantelado la infraestructura y devastado el territorio de Gaza, no encuentran parangón en ninguno de los desastres bélicos de los últimos 80 años, de modo que cuesta encontrar el calificativo adecuado para caracterizarlos; pero hay más: la discusión sobre la pertinencia del término “exterminio”, “genocidio”, “limpieza étnica” etc.
Es una cuestión de indudable importancia, pero no induce, necesariamente, a que tornemos la mirada hacia los orígenes del conflicto judío-palestino. En efecto, el absoluto desprecio del Gobierno de Netanyahu hacia los DD.HH. y hacia las más elementales normas de la vida en sociedad, es tan superlativo que, acaparando la atención, nos oculta las raíces del conflicto.
Pues bien, los horrores que hoy lamentamos tienen su antecedente directo en la nakba, el “desastre”, la expulsión en 1948 de alrededor de 750 mil palestinos de sus tierras, precisamente cuando fue creado el Estado de Israel. Es decir, “el trascendental derecho de Israel a existir”, tuvo como conditio sine qua non la privación del, no menos trascendental, derecho de los palestinos a existir en su tierra.
Y aquí, Sra. Politzer, resulta imperioso rescatar del “olvido” lo que para los pioneros del sionismo era el problema a resolver: encontrar, para un “pueblo sin tierra”, ”una tierra sin pueblo”. Una de las eventuales respuestas a esa compleja ecuación fue la tierra palestina, opción que suponía que en dicha tierra, además de su patrimonio arqueológico y su legendaria historia, solo había olivares, dátiles y camellos, en medio de un desierto demográfico, apenas habitado por algunos reductos de población suficientemente “pobres”, “atrasados” y “vulnerables”, como para hacerlos partícipes de un proceso de colonización de “mutuo interés”.
Esa creencia fundacional del sionismo se endureció y ganó en agresividad de la mano de ilustres y poderosos terroristas de la talla de Jabotinsky, Beguin, Shamir, Sharon, Dayan y otros Netanyahu.
He aquí mi segunda reflexión:
El Estado israelí, en su deriva teocrática y ultraderechista, es hoy día, una potencia colonial heredera y portadora de todas las lacras del colonialismo occidental. El demencial proyecto de extender la soberanía sionista sobre el “Gran Israel” bíblico está en marcha desde hace ya tiempo y ha significado despojo, deportaciones y muerte de innumerables comunidades a manos de “colonos”, cuyas prácticas no difieren casi de los pogromos que asolaban los shtetls de Ucrania y el occidente del Imperio zarista.
La Cisjordania ocupada se transforma, día tras día, en un infernal campo de concentración, intransitable a causa de la minuciosa coerción policial sobre todas las actividades públicas de la población palestina; opresión sabiamente administrada para garantizar el control policial de la población y optimizar la explotación de su fuerza de trabajo. Este neocolonialismo israelí, está potenciado por un afán expansionista que hoy nos pone ante la macabra perspectiva de una tercera guerra mundial, cuyo estallido bien podría ser el actual enfrentamiento con Irán.
Concluyo estas líneas difiriendo de lo que usted considera, Sra. Politzer, como las causas del antisemitismo; por mi parte, hago mías las palabras de Omer Bartov: “Lo que Israel está haciendo ahora mismo es el principal detonante del aumento del antisemitismo en todo el mundo”.
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