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La traición cultural que se salda mientras la Justicia no mira Opinión

La traición cultural que se salda mientras la Justicia no mira

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Samuel Toro
Por : Samuel Toro Licenciado en Arte. Doctor en Estudios Interdisciplinarios sobre Pensamiento, Cultura y Sociedad, UV.
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Hace un buen tiempo que es urgente una restitución real de la integridad que toda sociedad democrática exige a sus instituciones, y la creación de mecanismos de custodia colectiva y deliberativa.


Desde hace muchas décadas, la cultura y las artes han sido moneda de cambio especulativo entre el  mercado internacional, el poder político y la sociedad, una transacción tan antigua como la polis griega y tan perversa como el intercambio de indulgencias que narran los manuales de casuística tardomedieval. El reciente caso de la Fundación Salvador Allende y el Servicio de Vivienda y Urbanismo (Serviu) reabre una profunda reflexión sobre el valor real del arte cuando se le reduce a un simple trueque para saldar una deuda de especulación estatal.

En 2016, la fundación autorizada para custodiar el legado del expresidente Salvador Allende entregó en dación, en pago, noventa y tres obras de artistas brasileños, tasadas en más de 800 mil dólares, a cambio de la casona Heiremans, sin una licitación pública ni decreto supremo que lo respaldara. Las obras nunca fueron físicamente entregadas al Serviu y la Contraloría declaró el caso prescrito en 2018, para luego reabrirse este junio de 2025 ante el oficio de diputados que exigen certificar la ubicación y procedencia de noventa y dos piezas, según inconsistencias en los registros.

Algo discutible (pero pertinente), ilustrado, como la deontología kantiana, al menos nos recuerda en la “ética profesional”, de alguna manera, que los deberes públicos debiesen ser “desinteresados”, liberados de cualquier finalidad externa y ajenos al cálculo de utilidad política o económica (sabemos que esto último es imposible en el mercado “internacional” del capital de las cosas, incluyendo, fuertemente al arte). Al convertir un cuadro en aval hipotecario, al instrumentalizar una escultura como parte de un pasivo financiero, se fragiliza la potencia estética y crítica del arte.

Después de esto –aun cuando ya es un lugar común no discutido en el campo artístico–, ¿cómo dialogar con una obra que ha servido como garantía de deuda, en lugar de estimular la reflexión ética-estética para quienes pudieran tener un valor que se ha diluido en las grandes especulaciones económicas y burbujas, a punto de explotar? Lo curiosamente interesante es que ni siquiera se ha intentado hacerlo hacia el mercado internacional, sino que se hace a la medida de la provincia y administraciones de turno de ella.

Mucho más atrás, debiese ser importante recordar a Aristóteles, en su Ética nicomáquea, quien sostuvo que la virtud se forja en el justo medio y en la consistencia moral de los actos, no en la oscilación entre extremos utilitarios. La virtud política exige prudencia, templanza y justicia distributiva. ¿Qué justicia distributiva cabe interpretar si el Estado pierde la casa que adquirió, no recobra el dinero y tampoco recibe físicamente las obras de arte que debían saldar la deuda?

La ausencia de documentos legales (esenciales) nos recuerda las advertencias de los teólogos casuistas sobre los peligros de la flexibilidad moral desmedida. La casuística, convertida en malabarismos de justificación de excepciones, alerta sobre la normalización de lo excepcional, cuando permitimos que lo extraordinario se vuelva rutina y erosionamos la confianza pública, vulnerando la trazabilidad que define a los Estados de derecho modernos. La falta de certificados de donación, actas de aduana y constancias patrimoniales expone una operación sin transparencia ni rigor jurídico.

Históricamente, la relación entre arte y poder ha oscilado entre el patrocinio genuino –como el de Lorenzo de Médici en Florencia– y la cooptación propagandística, desde los fastos barrocos de Luis XIV hasta las megaconstrucciones que alimentaron la retórica totalitaria del siglo XX. Adorno describía la industria cultural como la sublimación de la mercancía, donde lo singular se anula bajo la repetición y la función ideológica. Hoy, la dación en pago de la Fundación Allende nos suena a una pseudoalabanza a la cultura de consumo, una que ahoga la potencia crítica del arte bajo escatologías políticas de la transacción financiera.

Esto último, me hizo recordar un ejemplo –o quizá, más bien, analogía– reciente (2024), donde el acalde de Valparaíso (de ese entonces, Sharp) no permitió la difusión nacional e internacional de la Bienal Internacional de Arte de Valparaíso, no por falta de calidad (muy discutible) o pertinencia, sino por temor a que el rédito político-cultural se le escapara a la municipalidad y potenciara una narrativa política más del Ministerio de las Culturas y del Gobierno Central.

La Bienal, concebida para proyectar Valparaíso en el campo artístico global, se confinó a la región, con escasa repercusión en el país y nula proyección en el extranjero, perpetuando la ceguera instrumental de lo cultural en Valparaíso.

Volviendo al tema de la fundación, el motivo oficial adujo la incapacidad del Serviu para resguardar obras de alto valor, para protegerlas de daños. Sin embargo, ¿no es esa la función de una institución patrimonial? El Museo de la Solidaridad Salvador Allende se desvinculó de la transacción, recordando que jamás custodiaron esas piezas y que la Fundación Arte y Solidaridad asumió la gestión de la colección desde 2005.

Esta fragmentación de responsabilidades revela otra contradicción, donde el Estado adquiere un bien cultural y luego reniega de su custodia, simplemente como un problema burocrático. El arte exige “responsabilidad radical”, no transacciones coyunturales.

Es urgente reivindicar una ontología estética que recupere la presencia cualitativa de las obras como acontecimiento y no como contabilidad especulativa giratoria. El Estado debe aceptar, de una vez por todas, que las artes no son un patrimonio muerto solo de utilidad propagandística y populista, sino un proceso vivo de diálogo con lo “humano” en sus capas más profundas del hacer, bajo el misterio de lo desconocido que se transduce en creación; un misterio que, de perderse del todo, nos acelera al término de lo “humano”, y lo poco que queda de él antes de desaparecer como invento.

De lo contrario, seguiremos viviendo en un cambalache donde las especulaciones giratorias de las piezas artísticas solo sirven a la voluntad del oportunismo vacuo de poderes en crisis, repitiendo la lógica del político que, al llegar al Estado, nunca ha pretendido comprender el arte más allá de su propia propaganda.

Hace un buen tiempo que es urgente una restitución real de la integridad que toda sociedad democrática exige a sus instituciones, y la creación de mecanismos de custodia colectiva y deliberativa. Sin esa autocrítica, caemos en la hipocresía que Nietzsche denunció como decadencia moral, cuando el decir y el hacer se bifurcan, y las palabras de compromiso ético no se reflejan en los actos concretos de protección cultural.

Si el arte sigue siendo utilizado como moneda de cambio en las transacciones de las políticas oportunistas, entonces nunca habrá interrelación real entre arte y política (como posibilidad social de diversidad de escenas locales), sino subordinación de lo estético a la voluntad de poder de turno coyuntural y contingente. Y eso, más que una anomalía, es la marca de culturas que han olvidado sus bases éticas, y el debate en torno a ellas, si es que realmente, alguna vez, le importó a alguien con un grado de poder más allá de sus capacidades.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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