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Cómo la derecha adquiere y modela la cultura Opinión

Cómo la derecha adquiere y modela la cultura

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Samuel Toro
Por : Samuel Toro Licenciado en Arte. Doctor en Estudios Interdisciplinarios sobre Pensamiento, Cultura y Sociedad, UV.
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En Chile, la derecha ha ganado terreno por su habilidad para organizar bases y formar alianzas. Las izquierdas socialdemócratas deben aprender de esta constancia y entender que la cultura no es un ornamento ni propaganda, sino un espacio para cambios políticos a largo plazo.


La guerra cultural se centra en el conflicto ideológico sobre el dominio sociocultural de valores, creencias y prácticas. Hoy en día, este concepto (derivado del alemán Kulturkampf) abarca una intensa polarización centrada en la identidad, la moralidad o la historia. Para ponerlo en palabras de Gramsci: “la clase dominante retiene el control del poder porque busca preservar su dominio contrarrestando a través de la cultura institucional”.

En este caso, los medios, las escuelas y el arte se convierten en herramientas para fuerzas contrahegemónicas construidas fuera de estas instituciones. El exasesor de Trump, Steve Bannon, dijo que “la batalla es principalmente social y cultural”. Sostuvo que la cultura emerge como el principal dominio donde se manifiesta la lucha política, precediendo a la propia política. De hecho, como explica el historiador Steven Forti, estas son guerras culturales, las cuales sirven para influir directamente en el comportamiento social y ejercer -directamente- dominio, lo que refleja fuertemente la teoría gramsciana.

Durante la Guerra Fría se abrió un frente cultural paralelo a la confrontación armada. Con la ayuda de la CIA, Estados Unidos utilizó el arte y la cultura como propaganda, librando una batalla entre el realismo socialista soviético y el expresionismo abstracto.

Frances Stonor Saunders afirma que “muchos escritores y artistas occidentales fueron instrumentos de los servicios secretos estadounidenses”, luchando contra lo que ella denominó “comunismo cultural”. El caso de Shostakovich, apoyado por Stalin, y de Orwell o Sartre, quienes “sin saberlo” recibieron respaldo de la CIA, son más ejemplos del intento de ambas potencias en la utilización de la creación artístico/cultural para sus fines ideológicos. Esta competición también incluyó el cine, la música y la cultura popular. Estados Unidos creó programas tales como “Radio Free Europe” y la inclusión deliberada de literatura de su país que promulgaba una visión de libertad creativa sin restricciones para contrarrestar la “censura soviética”.

El bloque comunista -en esos momentos- sostenía que el arte debía servir a la revolución. En Latinoamérica también se ejercieron importantes alcances, donde, por ejemplo, Estados Unidos financió actividades culturales destinadas a frenar el ascenso de la izquierda. Uno de los casos fue el golpe civil-militar chileno de 1973, después del cual se cortó un experimento de política cultural de bases. Entonces, durante la Guerra Fría se volvió evidente que la creación artística, comenzando desde el Museo Guggenheim y los festivales de música (el punk en Reino Unido y en Estados Unidos se industrializó rápidamente), se consideraba como una herramienta de influencia masiva.

Hoy, la globalización de industrias culturales mantiene viva la interrelación entre cultura y política. Hollywood, por ejemplo, aún ejerce poder blando mediante la exportación de contenidos y valores. En la globalización cultural sobran las películas en cine o streaming que pedagogizan los discursos dominantes, dejando atrás, por ejemplo, espacios públicos o museos. Estrategias culturales de la derecha contemporánea, como resultado del choque ideológico al que se han visto sometidos las poblaciones a partir de los años setenta, dan lugar a esta nueva derecha orientada a medios audiovisuales.

En Europa y Latinoamérica hay fundaciones privadas y redes comunitarias que están conectadas a la derecha política, persiguiendo los mismos objetivos. Por ejemplo, el partido UDI de la derecha chilena, desde la década de los ochenta trabajó, culturalmente, en poblaciones marginales. Su plan era intentar desplazar a una “nueva izquierda”, estableciendo lo que ellos llamaron una coalición de “contrahegemonía” de clase media y popular. En los años ochenta, el partido creó un “Departamento Poblacional” para llevar talleres de fútbol, danza y pintura a las villas, presentándose como la alternativa “eficaz” frente a las ideas marxistas.

El emblemático Campamento Raúl Silva Henríquez (1983) puso en escena un paternalismo de progreso que hoy reaparece en formatos civiles. Los jóvenes dirigentes sienten haber “arraigado” su visión en los barrios más desfavorecidos, convencidos de que la iniciativa privada “salva vidas” más rápido que el Estado. Más recientemente, a escala internacional, personas como Steve Bannon han sido tajantes al afirmar que los movimientos conservadores primero ganarán poder tras banderas culturales (identidad, valores familiares tradicionales, etc.). 

Entonces, la derecha descubrió hace décadas que la cultura es un arma. En Chile, como en otros países, este hallazgo se tradujo en la creación de fundaciones, redes comunitarias y programas culturales destinados a “democratizar el acceso” y, de paso, ganar legitimidad social. Así nació la Fundación Piñera Morel, la cual, en estos momentos, ha hecho pública la distribución de mil millones de pesos en cuarenta proyectos comunitarios para el 2026. Teatros municipales, bibliotecas de barrio y talleres de muralismo emergen bajo el paraguas de este tipo de mecenazgo. En poblaciones como La Legua o La Victoria, clubes deportivos y escuelas de danza reciben recursos y un discurso de progreso que asocia la caridad empresarial con el bienestar colectivo.

Sin embargo, algo muy interesante en todo esto es que ninguna planificación hegemónica controla completamente la experiencia estética. Cuando se financia arte, emergen, tarde o temprano, preguntas sobre memoria, desigualdad o justicia que exceden la planificación ideológica. Las artes, por su “propia naturaleza”, incentivan la reflexión crítica. Esa energía funciona como válvula de escape donde, cuanto más se intenta controlar, más fuerza adquiere la ira disidente, a mediano o largo plazo. Sin embargo, actualmente, las fundaciones derechistas apuestan por festivales regionales y certámenes de arte con discursos de identidad nacional y familia tradicional.

La cultura de resistencia, sin embargo, aún existe, pero carece de una infraestructura comparable. La (pseudo)izquierda, en muchos casos, se ha refugiado en la nostalgia, sin proponer un proyecto cultural renovado sólido que incluya un mecenazgo, o patrocinio, de planificación estratégica. 

Entonces, podemos ver que en Chile, la derecha ha ganado terreno por su capacidad de organizar bases y tejer alianzas desde abajo. Las llamadas izquierdas socialdemócratas deben aprender, de una vez por todas, de esta constancia estratégica y entender que la cultura no es un ornamento ni la bandera de moda propagandística, sino el terreno de los cambios de subjetividad política a largo plazo.

Entendiendo la fuerza histórica de todo esto, podrían responder con sus propias redes comunitarias y fundaciones, no al servicio de proyectos operacionales de campaña, sino de la emancipación colectiva como pulso crítico de cualquier sociedad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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