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A 25 años de la Convención de Palermo: hacia una agenda poscriminal del siglo XXI Opinión

A 25 años de la Convención de Palermo: hacia una agenda poscriminal del siglo XXI

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El crimen no es una falla ni un desvío, es parte integral del sistema. Mientras no se intervenga en los flujos, los capitales y las estructuras que hacen rentable y posible el narcotráfico, cualquier persecución seguirá siendo una farsa, una puesta en escena para mantener el statu quo.


Hace veinticinco años, el mundo celebraba la adopción de la Convención de Palermo contra la delincuencia organizada transnacional, como un triunfo multilateral frente a las amenazas globales del narcotráfico, la trata de personas y el crimen transfronterizo. Ya son 190 Estados los que han ratificado o se han adherido formalmente al tratado, acordando un marco legal común para armonizar leyes, facilitar extradiciones y cooperar en investigaciones penales. Pero si algo nos ha enseñado este cuarto de siglo es que la distancia entre los principios declarados y la realidad aplicada puede ser abismal.

Hoy, más que celebrar, deberíamos reflexionar con espíritu crítico. La Convención, nacida en un clima de optimismo liberal, fue también hija de sus contradicciones. Mientras presionaba a países del Sur Global a criminalizar redes locales carteles, pandillas, migrantes, fue ciega y complaciente con los espacios de impunidad corporativa y financiera del Norte, donde se lava el dinero, se arman conflictos y se negocia con absoluta opacidad.

Detrás del lenguaje del combate a la delincuencia organizada (nombrado 41 veces en el documento oficial), la arquitectura jurídica de Palermo ha reproducido los desequilibrios geopolíticos del capitalismo global. La falta de una definición clara de “crimen organizado” ha permitido usos autoritarios de su marco, como en Nicaragua o Venezuela, donde se persigue oposición política bajo etiquetas criminales.

Los protocolos, especialmente el de tráfico de migrantes, han sido instrumentalizados para justificar políticas antimigrantes y la militarización de fronteras. Lejos de proteger derechos humanos, han generado redadas que revictimizan a mujeres, niños y personas desplazadas.

Pero los límites de Palermo no son solo políticos, son estructurales. En estos 25 años, el crimen organizado no se ha debilitado; se ha transformado en una de las expresiones más funcionales del capitalismo contemporáneo. Esta afirmación no es retórica, sino empíricamente fundada.

El crimen organizado no es una anomalía del sistema, sino uno de sus mecanismos de adaptación y reproducción. En cuatro dimensiones clave, esto se vuelve evidente:

  1. El crimen organizado es coetáneo al capitalismo

Desde la acumulación originaria descrita por Marx hasta los ciclos de acumulación sistémica identificados por Arrighi, la expansión capitalista ha estado históricamente acompañada por prácticas que hoy consideraríamos parte del crimen organizado: tráfico y explotación de esclavos, piratería, contrabando o el comercio de opio impulsado por el Imperio británico.

Lejos de ser una excepción, la ilegalidad ha sido una dimensión consustancial al desarrollo económico moderno. Cuando la Convención de Palermo definió al crimen organizado como una “empresa”, terminó quizás sin proponérselo reconociendo esa continuidad estructural entre capital y crimen.

  1. El crimen organizado funciona como una empresa capitalista

Carteles, mafias y otras organizaciones criminales invierten en bienes raíces, startups tecnológicas, criptomonedas y se sirven de mecanismos legales de blanqueo de capitales. Como lo han documentado Jean-François Gayraud y Roberto Saviano, el “capitalismo criminal” constituye una realidad estructural del sistema económico global.

Durante la crisis financiera de 2008, el dinero del narcotráfico sostuvo la liquidez de bancos internacionales. Hoy, los flujos ilícitos circulan sin mayores obstáculos por los mismos canales financieros que la riqueza legal.

  1. El Estado produce y sostiene una legalidad selectiva

Como advertía Foucault, el derecho penal no actúa de forma neutral, sino que castiga de manera diferenciada. Mientras se reprime con severidad al narco pobre, se tolera o negocia con el evasor financiero. Casos como el escándalo del Danske Bank, el HSBC o las revelaciones de los Pandora Papers evidencian una complicidad estructural entre el crimen financiero y la legalidad estatal.

No se trata de fallas puntuales, sino de una arquitectura legal diseñada para proteger ciertos intereses y castigar selectivamente a otros.

  1. El crimen organizado canaliza incentivos en un orden excluyente

No todas las personas acceden al delito por perversión moral; lo hacen porque el sistema distribuye las oportunidades criminales de manera diferencial. En contextos marcados por la exclusión y la precariedad, el crimen se presenta como una vía de movilidad social y supervivencia material. Como hemos sostenido en columnas anteriores, el delito florece allí donde fracasa la justicia distributiva.

Mirando hacia adelante: una agenda poscriminal

La situación no solo persiste, sino que también se vuelve más compleja y urgente. Las redes criminales del próximo cuarto de siglo serán menos visibles, más tecnológicas y estarán profundamente entrelazadas con los flujos globales de capital.

La digitalización, el anonimato de las criptomonedas, la inteligencia artificial, la ingeniería fiscal y la expansión de plataformas financieras opacas están consolidando un nuevo régimen de criminalidad sin rostro, pero con vínculos legales directos con grandes actores económicos.

En este escenario, las democracias enfrentan una disyuntiva ineludible: aceptar esta ilegalidad administrada como parte funcional del sistema con su doble estándar y su exclusión estructural o atreverse a impulsar una transformación profunda del modelo fiscal, simbólico y político que sostiene el orden vigente.

¿Es tiempo de reformar Palermo? Sí. ¿Pero basta con parches técnicos? No. Lo que se necesita es una nueva arquitectura de gobernanza global, capaz de intervenir donde hoy el crimen se mimetiza con la legalidad.

Más que cuestionar el capitalismo, se trata de regular sus zonas oscuras, reformar regímenes fiscales opacos, exigir trazabilidad financiera real, responsabilizar penalmente a actores corporativos y redefinir los marcos legales que hoy habilitan la impunidad. No se trata de cambiar las reglas del juego, sino de dejar de fingir que no hay jugadores que hacen trampa con la complicidad del árbitro.

Esa transformación implica:

  • Incluir los delitos financieros, ambientales y corporativos como ejes centrales de la agenda contra el crimen organizado.
  • Establecer controles reales y vinculantes sobre bancos, fideicomisos y plataformas digitales.
  • Asumir la migración como un desafío estructural, gobernado desde enfoques integrales, no solo coercitivos.
  • Crear mecanismos de fiscalización independientes, con capacidad efectiva para monitorear tanto a Estados como a empresas.
  • Y, sobre todo, comprender que la lucha contra el crimen no se gana con más castigo, sino con más justicia social.

Pero hay algo más. Lo que hemos vivido en estos 25 años no es solo la evolución del crimen, sino también la obsolescencia de nuestras respuestas. El viejo paradigma ese que cree que con más policías, más cárceles y más miedo basta está roto. No porque sea excesivamente castigador, sino porque simplemente ha demostrado ser inútil.

Por eso propongo otra cosa: una agenda poscriminal que no se limite a discursos vacíos ni parches legales. No se trata de renunciar al derecho penal, sino de sacarlo de su encierro técnico y moralizante para enfrentar de verdad lo que hoy se naturaliza y se protege. Porque mientras unos son perseguidos por vender droga en la calle, otros blanquean ganancias millonarias del narcotráfico en bancos y mercados legales, con la complicidad de Estados y corporaciones.

La moral capitalista ha hecho que el dinero ilícito se transforme en capital legítimo, en motor de la economía global, y que esa legitimación se vuelva invisible o intocable. Seguir pensando la lucha contra el crimen como una guerra contra los pobres es no querer ver esta realidad.

La agenda poscriminal propone desmantelar esos mecanismos de legitimación y protección, desmontar los discursos que justifican la impunidad y dejar de tratar el crimen organizado como un fenómeno de la marginalidad.

El crimen no es una falla ni un desvío, es parte integral del sistema. Mientras no se intervenga en los flujos, los capitales y las estructuras que hacen rentable y posible el narcotráfico, cualquier persecución seguirá siendo una farsa, una puesta en escena para mantener el statu quo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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