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Gaza: la guerra tiene rostro de mujer Opinión

Gaza: la guerra tiene rostro de mujer

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Francisca Beroíza Valenzuela
Por : Francisca Beroíza Valenzuela Doctora en Educación. Investigadora Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social, COES.
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Y en Gaza, ese rostro nos interpela con una pregunta que no podemos seguir evitando: ¿hasta cuándo?


Uno de mis libros favoritos de Svetlana Alexievich, Premio Nobel de Literatura 2015, es La guerra no tiene rostro de mujer. En él, la autora recopila más de 200 testimonios de mujeres soviéticas que participaron en la Segunda Guerra Mundial. Alexievich derriba la épica masculina de la guerra, en que el hombre es el centro, y nos obliga a mirar donde nadie quiere mirar: el cuerpo femenino atravesado por la violencia, el hambre y el duelo.

Hoy, en Gaza, la guerra sí tiene rostro de mujer. Por supuesto, el título del libro de Alexievich es una ironía. Porque la guerra siempre ha tenido rostro de mujer: madres, hijas, hermanas, parteras, enfermeras, cuidadoras. Sin embargo, sus experiencias han sido sistemáticamente invisibilizadas por relatos heroicos construidos desde y para los hombres. La mujer no existe en el relato histórico, es completamente irrelevante, porque no formaría parte del campo de batalla. 

En Gaza, el rostro de la guerra es el de una madre que hierve agua con cartón para calmar el hambre de sus hijos, el de niñas que van a buscar comida a los camiones de abastecimiento de la ONU. El de una adolescente que ya no menstrua porque su cuerpo, desnutrido, ha dejado de resistir. El de niñas que no pueden ir a la escuela porque ese espacio fue bombardeado. El de mujeres que no tienen acceso a suministros higiénicos básicos, a agua potable, a intimidad ni seguridad. El de parteras sin insumos, de enfermeras agotadas, de mujeres que cavan con sus manos para desenterrar a sus familias. Suena como un melodrama, pero es real y peor, porque eso es la guerra. 

Más de dos millones de personas sobreviven atrapadas en Gaza en una catástrofe humanitaria. Según Naciones Unidas, más del 90% de la población enfrenta niveles críticos de inseguridad alimentaria, y al menos 495 mil personas están en riesgo de hambruna. Los hospitales reportan bebés que mueren de desnutrición. Una condición que debería ser impensable en la actualidad, pero el mundo sigue desentendido, distraído en redes sociales, obsesionado con mostrarse feliz en algún destino turístico o publicando sus éxitos individuales en medio de un fracaso colectivo. 

La Red de Sistemas de Alerta Temprana contra la Hambruna ha advertido que Gaza enfrenta una de las crisis alimentarias más severas del siglo XXI.

En marzo de 2024, Save the Children informó que, en promedio, más de un niño muere de hambre cada 10 minutos. Sin embargo, el mundo calla. Gobiernos, medios, organismos multilaterales que deberían resguardar la dignidad humana se refugian en la comodidad de la “neutralidad”. Pero en contextos de masacre y castigo colectivo, el silencio no es neutral: es cómplice. No nombrar el crimen no lo hace menos real. Solo lo perpetúa y retumba en la cabeza. 

La desnutrición en Gaza no es un accidente. Es una táctica de guerra, la más miserable de todas. Es la consecuencia directa de decisiones políticas y militares deliberadas: el cierre del paso de Rafah, la destrucción sistemática de infraestructuras agrícolas, los bombardeos a centros de distribución, el bloqueo a la ayuda humanitaria. La falta de humanidad es curiosa, pero no sorprende, a diario las personas no son conscientes del daño que les hacen a los demás

Las mujeres no solo sufren la guerra: muchas veces la sostienen. Son quienes mantienen con vida a sus familias en medio del asedio. Quienes resisten el colapso físico y emocional. Quienes cuidan, alimentan, consuelan, limpian heridas, paren entre escombros, pero sus voces son las menos escuchadas, sus muertes las menos contadas. No podemos decir que no sabíamos. Lo vemos en imágenes, lo leemos en informes, lo escuchamos en los testimonios que logran salir de entre los escombros. Cada día que pasa sin que levantemos la voz es un día en que el silencio nos convierte en cómplices.

No es solo la comida lo que se ha negado: son todos los derechos humanos que se han violado. El derecho a la vida, a la salud, a la educación, al abrigo, a la libertad de movimiento. La guerra castiga a toda la población civil, pero son las mujeres y la población infantil quienes peor lo vivencian, porque socialmente son los más vulnerables. 

La guerra tiene rostro de mujer. Y en Gaza, ese rostro nos interpela con una pregunta que no podemos seguir evitando: ¿hasta cuándo?

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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