
Cumbre de Alaska: “Revival” de Guerra Fría y grandezas pasadas
Trump aprovecha la expectación mundial para confirmar su sitial protagónico en los asuntos globales. Allí coincide con Putin, quien, a pesar de su adhesión a un esquema no neoliberal del capitalismo, ha descrito el fin de la Unión Soviética como “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”.
Hubo una época en que el mundo se dividía entre dos bloques de poder. Episodios como la Guerra del Sinaí –también llamada Crisis de Suez- de 1956 son ilustrativos, con la agresión tripartita de Israel primero, más Francia y Gran Bretaña después, a Egipto. La victoria militar de la trípode coaligada trocó en derrota política cuando el líder de la Unión Soviética, Jrushchov, acordó con el Presidente de Estados Unidos, Eisenhower, el retiro de los atacantes. Era el fin del papel de Gran Bretaña como potencia rectora mundial y su notificación, junto a Francia, que pasaba a ser un actor subordinado en los asuntos mundiales.
Durante la época de Guerra Fría hubo 23 cumbres entre los jefes de Estado de la Unión Soviética y Estados Unidos. Algunas especialmente prominentes, como aquella de Moscú (1972), Washington (1973), Reikiavik (1986), Malta (1989) y Helsinki (1990). La lista temática es larga, aunque observó el control de armas, la gestión de distintas crisis y sobretodo la conclusión de la Guerra Fría. Sin embargo, fueron particularmente útiles para la edificación de confianzas, mediante la promoción del diálogo personal sobre las divergencias ideológicas.
Por lo anterior es que entre las más recordadas está la cita de Glassboro, New Jersey, para aprovechar el viaje de Kosiguin a Naciones Unidas en 1967 y así reunirse antes con Lyndon Johnson. El soviético no tenía intención que la entrevista cristalizara en Washington D.C., ni su anfitrión quería se realizara en la “Gran Manzana”, temeroso quizás de multitudinarias manifestaciones contra la guerra de Vietnam, por lo que la pequeña localidad de Glassboro fue elegida. Los temas tratados fueron la Guerra de los Seis Días árabe-israelí, la carrera armamentista nuclear y el conflicto de Vietnam. Y aunque no hubo grandes anuncios al respecto, más tarde se aludió “al Espíritu de Glassboro” para dar cuenta de un cierto alivio de las tensiones entre Washington con Moscú. Y aunque lo anterior no fue óbice para que la Unión Soviética interviniera militarmente en la Primavera de Praga un año después, entrados los ochentas Ronald Reagan revivió el clima distendido de la referida conferencia en sus negociaciones con Gorbachov.
Esta es la idea de los actores comprometidos para encontrarse en Alaska: sobre la base del contacto personal limar asperezas, que tiene un nombre claro: Ucrania. No podría ser de otra manera si se tiene en cuenta que el Occidente europeo ha insistido ante el otrora líder sin fisuras del bloque nor-atlántico que cualquier tipo de negociación no puede desentenderse de quienes han sufrido más directamente el conflicto bélico.
Moscú en cambio exige retener los territorios ucranianos que ya controla y ha incorporado a su Federación. Trump bascula entre ambas posiciones inamovibles, como queriendo resucitar la vieja fórmula tierra a cambio de paz. Para Europa aquello le trae el traumático recuerdo del fantasma de Munich 1938, cuando se entregaron los sudetes al Führer, sin consulta a Checoslovaquia, que al cabo del tiempo igualmente fue devorada por el insaciable Tercer Reich. En dicho ambiente Zelenski clame por más presión a Rusia para obtener una paz justa sin renuncia territorial.
Trump aprovecha la expectación mundial para confirmar su sitial protagónico en los asuntos globales. Allí coincide con Putin, quien, a pesar de su adhesión a un esquema no neoliberal del capitalismo, ha descrito el fin de la Unión Soviética como “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”. El impulso irrefrenable por restaurar la gloria de tiempos pasados les une en el vértice de encuentro entre el imperialismo zarista y el estadounidense pos Guerra Civil. Por eso el lugar escogido fue Alaska y no otro, un espacio hasta donde llegó la colonización rusa en el siglo XVIII bajo el designio de Catalina II “La grande”, misma emperatriz que anexó Crimea en 1783 y extendió el dominio ruso en 1792 hasta el río Dniéster en el suroeste (actual Ucrania).
En el siglo XIX la exigua rentabilidad de la que ya era llamada Rusia Americana (ignorando sus “recursos escondidos”), movió a que el embajador ruso en Washington, barón Edward de Stoeckl, ofreciera su venta, siendo adquirida por la secretaría de Estado del ferviente expansionista Seward y la presidencia Andrew Johnson en 1867 por 7 millones 200 mil dólares de la época. El territorio de 1.507.603 kilómetros cuadrados, desplegados entre los 51° y 70° 51’ latitud norte, fue incorporado se transformó en 1959 como estado número 49 de la Unión.
Desde aquel tiempo Alaska no ha dejado de remitir sorpresas: el hallazgo de oro desató una auténtica fiebre en 1896, y apenas 6 años después se encontró petróleo a 60 metros profundidad en la costa sur de la región. En los ochentas del siglo pasado los ficcionautas imaginaban el inicio de una distópica Tercera Guerra Mundial en el septentrional territorio, y como si fuera poco en 2008 una gobernadora de nombre Sarah Palin se convirtió en la compañera de fórmula republicana del candidato presidencial John McCain, prefigurando al Tea Party, y en alguna medida, al propio Trump.
La cumbre de Alaska apunta a una delicada puesta en escena de poderes. Para Putin es la oportunidad de hacerse escuchar por uno de los escasos dirigentes occidentales que respeta, precisamente por estilo que prioriza la fuerza en determinadas circunstancias. Comparecerá la narrativa de los 25 millones de rusos que quedaron fuera de la patria después de la disolución de la Unión Soviética, recordando que Donetsk y Lugansk, no fueron parte del espacio ucraniano antes de la revolución bolchevique de 1917, mismos que junto a Odessa, Nikoláev, Jersón y Járkov constituían la Novorossia zarista. Trump por su parte sin duda hará presente otros temas como su interés para colaborar en la ruta ártica, alternativa a la china de la seda, que conecta en menos tiempo América con Asia, y para lo cual la posesión de Groenlandia es un puesto apetecido. De concretarse, podría introducir una cuña en la hasta ahora sólida alianza sino-rusa, una variante de la estrategia de Kissinger en los setentas, donde Estados Unidos corteja al eslabón más débil de una alianza para dividir.
En cualquier caso, será una foto prescindente de Europa, tal como en tiempos de la crisis de Suez, cuando Washington y Moscú decidían, confirmando la sentencia de Putin a propósito de la reunión en Berlín entre la Unión Europea y Reino Unido con Ucrania: “lo que puedan decir es irrelevante”.
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