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La convivencia social como política pública Opinión Archivo

La convivencia social como política pública

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Rodrigo Mayorga
Por : Rodrigo Mayorga Licenciado y magíster en Historia, magíster y doctor en Educación, Director ejecutivo de Momento Ciudadano.
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Estos espacios de encuentro no son un lujo social ni el patrimonio de una u otra ideología política sino una necesidad urgente, toda vez que fortalecer nuestra convivencia social contribuye directamente a nuestro bienestar individual y al desarrollo y progreso de nuestra sociedad en su conjunto.


Chile tiene hoy serios problemas de convivencia social. Para quienes aún dudan de ello o creen que se trata de un relato interesado y sin sustento, los resultados de la última Encuesta ICSO-UDP deberían ser un duro golpe de realidad: 94% de los encuestados asocian la convivencia en el país a términos negativos, 45% considera que la convivencia nacional es “mala” o “muy mala” –versus solo un 9% que la califica como “buena”–, y 71% afirma que ha empeorado en los últimos cinco años.

Las interacciones cotidianas se describen mayoritariamente como desconfiadas (42%), impacientes (40%) e irritadas (33%), siendo las redes sociales y el transporte público los dos escenarios donde estos problemas ocurren con mayor frecuencia. Todo lo anterior ha puesto a la población en un estado de “alerta permanente”, afectando así tanto su bienestar personal como sus relaciones sociales.

Si bien existe consenso sobre las consecuencias visibles de esta crisis de convivencia, muchas respuestas ante esta parten de un diagnóstico erróneo que agrava el problema en lugar de resolverlo. Estos conflictos de convivencia han tendido a ser vistos exclusivamente como un problema de “individuos problemáticos” –personas incivilizadas, agresivas o abiertamente criminales–, en lugar de considerar el rol que el deterioro en nuestras relaciones sociales juega en ellos.

Esta mirada individualizadora lleva a una lógica simple: si el problema son ciertas personas, la solución es alejarlas o evitarlas. Si bien esta tiene sentido cuando se trata de delitos que ameritan presidio, aplicarla indiscriminadamente a todo conflicto de convivencia tiene consecuencias funestas.

El mismo estudio ICSO-UDP muestra un ejemplo concreto de ello: el 59% de los encuestados declara que opta por evitar hablar de política para no discutir cuando alguien cercano apoya a un candidato o candidata con el que se está en desacuerdo. Es una cifra particularmente preocupante en un año electoral y en un país cada vez más fragmentado y polarizado políticamente como Chile, pues lo que debería ser una oportunidad para fortalecer vínculos y generar entendimiento mutuo, lleva más bien a una mayor fragmentación social, profundizando la desconfianza y el desconocimiento del otro.

Enfrentar esta profunda crisis requiere un cambio fundamental de paradigma: pasar de esta lógica de exclusión a una de encuentro deliberado. Hay indicios de que lograrlo es posible: a pesar de todos los datos ya mencionados, la encuesta ICSO-UDP también revela que el 79% de los encuestados ha logrado tener conversaciones respetuosas o constructivas con personas que piensan distinto en entornos digitales, demostrando que, incluso en el complejo contexto actual, el diálogo entre conciudadanos sí es viable.

Pero para que su impacto sea significativo no basta con las buenas intenciones: necesitamos políticas públicas que promuevan espacios estructurados de diálogo y convivencia, no solo como herramientas para resolver problemáticas específicas, sino como fines en sí mismos que fortalezcan el tejido social.

Estos espacios de encuentro no son un lujo social ni el patrimonio de una u otra ideología política sino una necesidad urgente, toda vez que fortalecer nuestra convivencia social contribuye directamente a nuestro bienestar individual y al desarrollo y progreso de nuestra sociedad en su conjunto.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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