
Las paradojas de la soledad: del aislamiento a la humanidad compartida
En tiempos donde las cifras parecen confirmar un creciente aislamiento, necesitamos recordar que la salida no está en tener “más conexiones”, sino en atrevernos a habitar nuestra experiencia desde la vulnerabilidad, con autenticidad, apertura y compasión.
En los últimos años, múltiples indicadores globales y locales han revelado un fenómeno preocupante: que el sentimiento de soledad no elegida está en expansión. La Organización Mundial de la Salud estima que 1 de cada 6 personas en el mundo se siente sola. En países de la OCDE, cerca de un 6% declara sentirse solo la mayor parte del tiempo, mientras que un metaanálisis reciente (Susanty et al., 2025) sitúa la prevalencia global en torno al 26%.
Según el Termómetro de Salud Mental ACHS-UC 2025, en Chile un 19% de la población reconoce una soledad percibida, con mayor presencia en mujeres y adultos entre 30 y 39 años. Los mayores de 60 años son el grupo especialmente vulnerable: casi la mitad reporta soledad no deseada y más del 55% enfrenta alto riesgo de aislamiento social. Estas cifras configuran lo que podríamos llamar una “silenciosa pandemia de soledad”.
Sin embargo, más allá de los números, la soledad nos interpela vitalmente, en ella emergen paradojas que reflejan la complejidad de este fenómeno y la necesidad de repensar cómo nos vinculamos con ella.
Podemos reconocer dos paradojas en cómo actualmente se manifiesta la soledad, una social y otra personal.
Primera paradoja: la dimensión social: vivimos en una era de hiperconexión sin precedentes. Las plataformas digitales nos ofrecen cercanía inmediata y la ilusión de estar siempre acompañados. No obstante, el sentimiento de soledad, como vemos, es creciente. La contradicción es evidente: nunca antes había sido tan fácil estar “conectados” y, a la vez, nunca antes nos hemos sentido tan solos. La hiperconexión tecnológica no garantiza un encuentro afectivo, ni mucho menos el sentirse visto y reconocido.
Segunda paradoja: la dimensión subjetiva: la soledad suele experimentarse como un territorio personal, íntimo, muchas veces vergonzoso, algo que se “padece” en silencio. Sin embargo, son millones de personas quienes atraviesan esta misma vivencia. Esta aparente contradicción revela la segunda paradoja: lo que sentimos como aislamiento personal es, en realidad, una experiencia común.
En el reconocimiento humano y relacional de estas condiciones se abre una posibilidad de encuentro y reconocimiento mutuo.
Una contraparadoja como respuesta: la vulnerabilidad que nos une
Si las paradojas de la soledad nos encierran, quizás la salida se halle en una contraparadoja, en tener el coraje de abrirnos y compartir nuestra soledad. Reconocer y expresar nuestra vulnerabilidad puede aislarnos, sin embargo, tiene también el potencial de conectarnos, en un gesto que convierte el aislamiento en vínculo y el dolor íntimo en humanidad compartida. Así, en lo que parece un sufrimiento individual y doloroso yacen las semillas del vínculo y la conexión.
En tiempos donde las cifras parecen confirmar un creciente aislamiento, necesitamos recordar que la salida no está en tener “más conexiones”, sino en atrevernos a habitar nuestra experiencia desde la vulnerabilidad, con autenticidad, apertura y compasión. Quizás ahí radique una silenciosa esperanza: que en la soledad, en lugar de encerrarnos, podamos encontrarnos.
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