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La derecha dura promete abundancia, pero deja estancamiento Opinión Archivo

La derecha dura promete abundancia, pero deja estancamiento

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Se presenta como una defensa de los nuestros, una oferta de menos impuestos, más beneficios y mayor control sobre fronteras, pero detrás de ese relato los resultados han sido estancamiento, déficits crecientes y captura del Estado por intereses particulares.


En distintos rincones del mundo se ha fortalecido en los últimos años una corriente política que suele presentarse como la defensora de las tradiciones y que sus críticos identifican como derecha dura o ultraderecha. Lo llamativo no es solo su avance electoral sino la capacidad de haber instalado un discurso que ya no se limita al terreno de la identidad cultural o religiosa, sino que comienza a moldear agendas económicas con rasgos propios.

Líderes como Donald Trump en Estados Unidos, Viktor Orbán en Hungría, Giorgia Meloni en Italia, Marine Le Pen en Francia, Javier Milei en Argentina o Santiago Abascal en España han convertido lo que antes era periferia en proyectos de poder. En Chile, José Antonio Kast ha tejido vínculos estrechos con estas redes, que están representadas en dos organizaciones que funcionan como puntos de encuentro globales, la Political Network for Values, que Kast llegó incluso a presidir, y la Conferencia de Acción Política Conservadora (CPAC, por sus siglas en inglés), conocidas por impulsar ideas de corte ultraconservador en los países donde actúan.

Lo que está en juego no es solo un debate cultural, religioso o de identidad. Cada vez resulta más claro que el ascenso de la derecha dura implica una agenda económica propia, distinta tanto de la derecha tradicional, como la que gobernó bajo Sebastián Piñera o la que hoy encarna Evelyn Matthei, como de las visiones socialdemócratas o democratacristianas que marcaron las décadas de la transición chilena con Aylwin, Frei, Lagos y Bachelet, e incluso distinta de la nueva izquierda representada por Gabriel Boric. Por eso es clave preguntarse qué harían en el terreno económico estos movimientos si llegaran al poder en Chile.

El atractivo inicial se apoya en una promesa simple. Rebajas de impuestos junto con más beneficios sociales, en particular para pensionados y familias jóvenes. Se trata de un mensaje seductor para electorados fatigados de pagar más y recibir menos. La dificultad es que la aritmética nunca cierra.

En Europa las ofertas han sido cuantiosas y al mismo tiempo se asegura que se financiarán recortando burocracia, reduciendo ayudas a inmigrantes o eliminando supuestos despilfarros. Cuando los números se ponen sobre la mesa aparece la inconsistencia. Los gastos que se busca reducir no alcanzan para sostener transferencias masivas ni recortes tributarios significativos. Lo que queda es un déficit creciente que erosiona la confianza de los mercados.

Un segundo componente es la retórica antiinmigración. La idea de cerrar fronteras o de limitar derechos a extranjeros moviliza votos y alimenta identidades políticas. Sin embargo, la práctica muestra otra cosa. Polonia, gobernada por la derecha dura, multiplicó la entrada de inmigrantes en la última década. Italia bajo Meloni autorizó medio millón de nuevas visas laborales. La economía los necesita. Lo que cambia no es la magnitud de los flujos sino las condiciones de vida de quienes llegan.

Se multiplican esquemas de trabajadores temporales con menos servicios y sin opción real de ciudadanía. En otras palabras, se mantiene la fuerza laboral, pero se les niega la plena pertenencia. En Chile, donde sectores como la agricultura, la construcción y la pesca dependen del trabajo migrante, un giro de esa naturaleza significaría precariedad sin resolver la necesidad estructural de mano de obra.

El impacto más profundo se advierte en la política económica de mediano plazo. La derecha dura ha mostrado pragmatismo en aspectos que antes parecían irrenunciables. Ya no se habla en serio de abandonar la Unión Europea ni de desechar el euro, pero tampoco se impulsa la modernización que podría reactivar el crecimiento. Europa arrastra un ritmo anémico, con apenas un uno por ciento de expansión anual en promedio. Los nuevos gobiernos se han especializado en administrar esa parálisis, preservando subsidios a grupos favorecidos y resistiendo cualquier cambio que incomode a sus votantes.

El resultado es un continente sin reformas y con estancamiento productivo. En ese contexto, las promesas de beneficios y rebajas tributarias desembocan en mayores déficits fiscales. Las advertencias abundan. Las cuentas no cuadran y los mercados de bonos no toleran la ilusión por mucho tiempo.

Otro punto sensible es la relación con los acuerdos internacionales. Aunque muchos de estos partidos ya no impulsan salidas drásticas del bloque europeo, sí desconfían de tratados que supongan compromisos ambientales, regulatorios o de apertura agrícola.

En Francia o Italia se han manifestado contra pactos con América Latina bajo el argumento de que perjudican a productores locales. Esa mirada podría trasladarse a Chile bajo un liderazgo de derecha dura, justo cuando la economía nacional depende de su red de tratados para sostener las exportaciones. La tentación de renunciar a esa apertura tendría costos elevados en inversión y competitividad.

La experiencia europea muestra también un riesgo menos visible. Con el tiempo los gobiernos de esta corriente tienden a favorecer a grupos empresariales cercanos, debilitando la competencia y consolidando un capitalismo de amigos. Investigaciones históricas advierten que a lo largo de quince años estos regímenes reducen en promedio más de un diez por ciento del producto per cápita frente a gobiernos moderados.

Lo hacen no necesariamente por malas decisiones inmediatas sino porque paralizan las reformas, privilegian a empresas conectadas y erosionan la confianza en la institucionalidad económica. En países con estructuras de mercado concentradas, como Chile, este riesgo es aún mayor. Lo que hoy es un problema de competencia podría convertirse en un sistema de privilegios permanentes.

Al observar todo el cuadro, se advierte que la promesa de la derecha dura resulta emocionalmente potente. Se presenta como una defensa de los nuestros, una oferta de menos impuestos, más beneficios y mayor control sobre fronteras, pero detrás de ese relato los resultados han sido estancamiento, déficits crecientes y captura del Estado por intereses particulares.

En Chile, donde los márgenes fiscales son limitados y la necesidad de reformas estructurales es urgente, esa experiencia debería servir como advertencia. La pregunta no es solo si estamos dispuestos a ensayar un cambio cultural, sino si la economía puede darse el lujo de pagar el precio de esa promesa.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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