
Creatividad a prueba: la visión educativa que exige la IA
Los profesores ya no pueden ser meros transmisores de conocimiento, sino curadores de desafíos y validadores de nuevas formas de pensar, obligando a los estudiantes a usar la IA no para responder, sino para argumentar, sintetizar y proponer algo genuinamente nuevo.
Los resultados de Chile en la última prueba PISA sobre Pensamiento Creativo, que nos sitúan en la medianía de la tabla, pocos puntos debajo del promedio OCDE, son una advertencia oportuna.
Si bien es la confirmación de que poseemos un activo estratégico inesperado (somos líderes indiscutidos en América Latina y superamos a varias naciones europeas), este capital creativo se evidencia justo en el momento en que la inteligencia artificial generativa irrumpe en nuestras aulas.
Mientras el debate se estanca en cómo regular su uso, nos arriesgamos a entender la creatividad –y el rol de la IA en ella– de una forma peligrosamente superficial. Para afrontar este desafío, debemos rechazar la idea de que la creatividad es una habilidad espontánea (nunca lo ha sido) y adoptar una visión más sistémica.
El influyente psicólogo Mihály Csíkszentmihályi argumentó que la creatividad no es un chispazo aislado, sino el producto de la interacción de un ecosistema con tres componentes: el individuo (con sus talentos y curiosidad), el dominio (el conocimiento acumulado de un área, como la historia o la biología) y el campo (la comunidad de expertos que valida las nuevas ideas). Una idea solo se vuelve creativa cuando un individuo talentoso la propone y el campo la acepta como una valiosa transformación del dominio.
Vista desde esta óptica, la IA puede ser una oportunidad transformadora, ya que puede empoderar al individuo, dándole acceso a un volumen de información y validación nunca antes vistas. Puede enriquecer el dominio, permitiendo explorarlo desde ángulos imposibles hasta ahora. Y, crucialmente, puede forzar al campo a evolucionar.
Los profesores ya no pueden ser meros transmisores de conocimiento, sino curadores de desafíos y validadores de nuevas formas de pensar, obligando a los estudiantes a usar la IA no para responder, sino para argumentar, sintetizar y proponer algo genuinamente nuevo.
Sin embargo, la tarea es mucho más profunda. Necesitamos rediseñar la interacción entre los tres sistemas. La pregunta ya no es “¿qué saben nuestros estudiantes?”, sino “¿qué pueden crear con lo que saben?”. La advertencia de PISA no es sobre un déficit de talento individual, sino sobre la fragilidad de nuestro ecosistema creativo.
La verdadera revolución no será tener IA en cada sala, sino rediseñar el sistema completo para que, con ella, nuestros estudiantes no solo consuman conocimiento, sino que se atrevan a transformarlo.
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