
La ciencia no se decreta: autismo y paracetamol
La ciencia no necesita héroes, necesita rigor. Y lo que está en juego aquí no es solo la credibilidad de una administración, sino la confianza de millones de personas en el sistema de salud.
En abril de este año, el secretario de Salud de Estados Unidos, Robert F. Kennedy Jr., hizo una promesa que sonó más a guion de superhéroes que a anuncio de política pública: “Para septiembre sabremos qué ha causado la epidemia de autismo y podremos eliminar esas exposiciones”, declaró en una reunión de gabinete televisada, flanqueado por el presidente Donald Trump. La frase, pronunciada con solemnidad, parecía anunciar una hazaña científica sin precedentes. Lo que vino después, sin embargo, fue una cadena de afirmaciones que encendió las alarmas en la comunidad científica internacional.
Kennedy y Trump apuntaron al paracetamol –un analgésico de uso común durante el embarazo– como posible causa del autismo, y promovieron el uso de leucovorina (ácido folínico) como tratamiento. El problema no es solo lo que dicen, sino cómo lo dicen, la ciencia no funciona con plazos políticos ni con intuiciones personales. Nadie puede prometer descubrir la causa de un trastorno complejo como el autismo en cinco meses y, mucho menos, anunciarlo como si se tratara de una revelación divina.
La medicina moderna se basa en la evidencia. Y la evidencia exige estudios rigurosos, replicables, revisados por pares y contextualizados con décadas de conocimiento acumulado. En este caso, el consenso es claro: no hay pruebas concluyentes que vinculen el paracetamol durante el embarazo con el desarrollo del autismo. Un estudio sueco publicado en 2024, que siguió a más de 2 millones de niños, descartó cualquier relación causal entre el acetaminofén y trastornos del neurodesarrollo como el autismo o el TDAH.
Sin embargo, lo que sí sabemos es que la fiebre no tratada en la gestación implica un riesgo real para el feto. Desaconsejar el uso de paracetamol sin sustento científico puede conducir a decisiones médicas peligrosas. La impulsividad no tiene cabida en el método científico y, mucho menos, cuando se trata de salud pública.
En cuanto al ácido folínico, algunos estudios preliminares han mostrado mejoras en niños con deficiencia cerebral de folato, pero estos ensayos son pequeños y no permiten generalizar resultados. Por ahora, la FDA solo lo ha aprobado para tratar ciertos trastornos metabólicos, no como terapia para el autismo.
Lo más preocupante es el enfoque ideológico que permea estas declaraciones. Kennedy ha sostenido durante años teorías desacreditadas que vinculan las vacunas con el autismo, y ahora parece buscar una “toxina ambiental” que explique lo que él llama una “epidemia”. Sin embargo, la mayoría de los especialistas coincide en que el aumento de diagnósticos se debe sobre todo a mejoras en la detección, cambios en los criterios clínicos y mayor conciencia pública.
La ciencia no necesita héroes, necesita rigor. Y lo que está en juego aquí no es solo la credibilidad de una administración, sino la confianza de millones de personas en el sistema de salud. Prometer respuestas absolutas en plazos arbitrarios no solo es irresponsable, es profundamente anticientífico.
Además, este tipo de declaraciones sugiere, sin decirlo abiertamente, que el autismo es culpa de decisiones médicas tomadas durante el embarazo. Es una narrativa peligrosa, que ignora la complejidad del trastorno del espectro autista, cuya etiología es multifactorial y aún no completamente comprendida, respondiendo a factores como la genética, el ambiente y los mecanismos epigenéticos, entre otros.
Los desafíos biopsicosociales no se resuelven con decretos ni con conferencias de prensa. Se abordan con investigación científica seria, rigurosa y con compromiso ético. Y, sobre todo, con humildad intelectual. Porque cuando la ciencia se convierte en espectáculo, quienes pagan el precio son los pacientes.
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