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Los espíritus que asustan al liberalismo Opinión Francisco Paredes/AgenciaUno

Los espíritus que asustan al liberalismo

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Jorge Fábrega Lacoa
Por : Jorge Fábrega Lacoa Doctor en Políticas Públicas (U.Chicago), académico en el Centro de Investigación de la Complejidad Social de la Universidad del Desarrollo y Director de Tendencias Sociales en Datavoz.
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Un Estado laico no silencia a quienes creen en los espíritus, más bien crea y revisa continuamente las condiciones que posibilitan su despliegue en armonía con los que no creen en ellos o creen en otros espíritus.


Hay noticias que deberían abrir grietas en nuestras certezas, más que burlas o reacciones indignadas. Hace unos días, la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena (Conadi) solicitó que, para evaluar ambientalmente un proyecto de centro comercial en Vitacura, se consideraran elementos culturales mapuches, incluyendo una ceremonia espiritual llamada Trafquintun, que busca pedir permiso a los antepasados antes de intervenir un territorio. Ardió Troya en las redes. Para algunos, esta petición es demencial y muchos corrieron raudos a burlarse de la sola idea de “pedir permiso a los espíritus” como parte de un trámite estatal. Todo ello planteado, supuestamente, desde sólidos principios liberales.

Se equivocan.

Este tipo de reacciones dicen menos sobre la relación entre religión y Estado que sobre nuestros propios prejuicios modernistas. Porque detrás de ese gesto de escándalo hay una confusión persistente –y lamentablemente bastante extendida– entre lo que significa que un Estado sea laico y lo que implicaría que fuera laicista. Y esa confusión, más que defender la democracia liberal, la torna fútil y vacía de sentido.

La diferencia no es meramente semántica. Un Estado laico es aquel que no privilegia una cosmovisión religiosa sobre otra y que tampoco impone una visión no religiosa sobre las demás. Garantiza que todas las creencias puedan coexistir en el espacio público bajo reglas comunes. Un Estado laicista, en cambio, es aquel que pretende erradicar del espacio público cualquier manifestación religiosa o espiritual, relegándola al ámbito privado, como si las creencias fueran manchas que deben ocultarse para poder convivir.

Esto implica que, mientras el Estado laico no les pide a las personas que lleguen a lo público desprovistos de su identidad religiosa, el Estado Laicista, bajo una neutralidad que lo es solo en apariencia, lo exige.

Ese matiz es crucial. El liberalismo político –el que heredamos de Locke, Mill o Tocqueville– no exige que los ciudadanos se desprendan de sus creencias para participar en la esfera pública. Exige, más bien, que ninguna creencia sea obligatoria y que todas estén sujetas a reglas comunes decididas legítimamente. Cuando algunos califican de “demencial” que una agencia estatal pida considerar una ceremonia indígena en un proceso administrativo, no están defendiendo el laicismo: están confundiendo neutralidad con esterilidad.

Porque lo verdaderamente liberal no es evaluar si una práctica es religiosa, científica o mística. Lo verdaderamente liberal es evaluar cómo se decidió que esa práctica sea un requisito. Un Estado puede pedir certificados de suelo, planos arquitectónicos o estudios de “impacto espiritual”. Puede pedir lo que estime necesario, siempre que lo haga mediante procedimientos legítimos, transparentes y revisables. Lo cuestionable, desde una mirada liberal, no es que el requisito tenga un contenido espiritual, sino que haya sido impuesto sin deliberación pública o sin ponderar sus consecuencias para todos los involucrados.

En ese sentido, el problema no es que el Estado conviva con lo sagrado, sino que lo haga sin reglas claras. Lo primero puede ser exótico; pero lo segundo es peligroso.

Conviene, además, mirar con algo de humildad nuestras propias prácticas. Cada diciembre, el Estado suspende parte de su actividad y nos concede un feriado irrenunciable para conmemorar la Navidad. Nadie está obligado a ir a misa, pero el calendario público se organiza en torno a una fecha cristiana. Lo damos por sentado porque está culturalmente sedimentado. Pero si alguien propusiera hoy un feriado mapuche, muchos de quienes celebran sin conflicto la Navidad lo encontrarían escandaloso. Esa asimetría no es laicismo; es simplemente el sesgo de quienes confunden lo propio con lo neutro.

Tal vez la reacción airada ante el Trafquintun no sea más que eso: el reflejo de una sociedad que cree haber dejado atrás la religión, pero que solo ha aprendido a tolerar la suya. Una sociedad que olvida que la laicidad no exige vaciar el espacio público de símbolos y sentidos, sino crear procedimientos que permitan que convivan.

Porque lo contrario al fanatismo no es el escepticismo obligatorio, sino el respeto mutuo institucionalizado. Un Estado laico no silencia a quienes creen en los espíritus, más bien crea y revisa continuamente las condiciones que posibilitan su despliegue en armonía con los que no creen en ellos o creen en otros espíritus. Solo así el Estado nos puede ayudar a distinguir, en medio del ruido de los prejuicios, el eco siempre frágil de la libertad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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