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Enclaves sí, guetos no Opinión Imagen referencial

Enclaves sí, guetos no

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El desafío es abandonar el estigma y asumir la responsabilidad de construir mejores ciudades. No se trata de negar la precariedad ni de idealizar formas de resistencia cotidiana, sino de nombrar bien para actuar mejor.


Peter Marcuse (1928 – 2022), profesor emérito en planificación urbana de la Universidad de Columbia, escribió hace más de 20 años un texto de referencia en el campo de los estudios urbanos y la planificación, bajo el título de esta columna, en el que distinguió entre diferentes formas de aglomeración urbana.

Para él, los guetos se caracterizan principalmente por formas de coerción y confinamiento forzado en el espacio, provenientes principalmente desde el Estado, impuesto a un grupo por razones étnicas o raciales. Mientras que otras formas de aglomeración, como los enclaves urbanos, surgen de una elección, relativa pero real, para fortalecer el desarrollo de una comunidad determinada. Además, la idea del gueto, a diferencia del enclave, conlleva un fuerte estigma para quienes habitan en él.
Esta distinción ayuda a pensar lo que ocurre con el desarrollo inmobiliario en altura en las áreas centrales de nuestras grandes ciudades. El caso emblemático son las torres en la comuna de Estación Central. Los llamados guetos verticales visibilizaron un problema urgente, denunciando la precariedad de un urbanismo sin control, de edificios levantados como activos de inversión. Pero el término se instaló también como un estigma que cayó sobre sus habitantes, una idea injusta que tomará mucho tiempo poder revertir en el imaginario urbano.

Al observar de cerca la vida cotidiana en estas torres, aparece una trama distinta. En un entorno de precariedad habitacional, en pasillos estrechos, ascensores colapsados y departamentos mínimos, se desarrollan redes que hacen posible otras formas de sociabilidad: alguien vende comida, alguien cuida niños, alguien comparte información sobre arriendos o trabajos. Son vínculos que permiten resistir, sostener la vida en condiciones difíciles, e incluso abrir pequeños espacios de oportunidad. No es confinamiento absoluto ni aislamiento social motivado por políticas públicas. Hay circulación, intercambio y diferentes expresiones de una comunidad contingente.

También hay una decisión. Muchas familias, principalmente migrantes, prefieren vivir ahí antes que en la periferia. Eligen la cercanía al transporte, al empleo, a los servicios, aunque deban pagar arriendos altos y aceptar condiciones precarias de habitabilidad. Esta voluntariedad relativa, distingue a estos edificios de un gueto en sentido estricto.

La idea de enclave vertical no significa idealizar un entorno donde la precariedad es evidente: departamentos pequeños, áreas comunes sobrecargadas, entornos con poco espacio público, contratos informales y requisitos discriminatorios, que empujan a los residentes, principalmente arrendatarios, a una transitoriedad permanente.

Nombrar enclave vertical en vez de gueto no elimina los problemas, pero sí cambia la manera de mirarlos. Obliga a reconocer la agencia de los habitantes y, al mismo tiempo, a interrogar el modelo que produce estos espacios. Porque lo que está detrás no es la fatalidad del gueto, sino la financiarización de la vivienda, el desarrollo inmobiliario como activo de renta, la falta de planificación y regulación, entre muchas otras dimensiones de un problema complejo.

El desafío es abandonar el estigma y asumir la responsabilidad de construir mejores ciudades. No se trata de negar la precariedad ni de idealizar formas de resistencia cotidiana, sino de nombrar bien para actuar mejor.

Enclaves sí, guetos no, siguiendo a Marcuse, es más que semántica: es la posibilidad de dejar de culpar a los habitantes y revisar las formas de producción del espacio y el rol del Estado en la provisión de ciudad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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