
Vulnerabilidad y salud mental: un desafío nacional urgente
El debate en torno a una política de salud mental solidaria e integral, con pertinencia etaria, territorial y cultural, con perspectiva de género y comprometida con los derechos humanos, resulta una cuestión de la mayor importancia.
Hechos recientes dados a conocer por los medios exponen una realidad inquietante: la violencia de que son objeto personas que portan o parecen portar diagnósticos o condiciones de vulnerabilidad asociadas a temas de salud mental.
Esta situación se revela como particularmente desesperanzadora: quienes deberían ser objeto de cuidado y protección colectivos resultan ser, en el mejor de los casos, excluidos; en el peor, violentados e, incluso, muertos.
Las situaciones expuestas dan cuenta del adverso escenario que enfrentan quienes son distintos, tienen y tendrán desafíos adaptativos mayores, pueden tener menores habilidades sociales o, sobre todo, son vistos por quienes les rodean como sujetos peligrosos o dignos de desconfianza.
Estos hechos traslucen un escenario de trágica convergencia de temor y estigma.
No es solo la comunidad toda la que debe ajustar su ánimo y comportamiento. Es un hecho que la institucionalidad y la normativa vigente exhiben aún importantes brechas.
La violencia homicida de que fue objeto una persona con esquizofrenia de parte de funcionarios de seguridad de un centro comercial de la Región Metropolitana no solo interpela a las autoridades respecto del accionar de personal de vigilancia privada (“conforme a protocolos”, se ha dicho) a poco de la entrada en vigencia de legislación específica sobre la materia.
Algunas dirán que será un exceso pedir a un ministerio como el de Seguridad Pública tomar cartas en el asunto, pero si un ministerio como aquel no puede brindar debida seguridad y protección a un colectivo especialmente vulnerable como son las personas que sobrellevan temas diversos de salud mental, y que en sus interacciones con la comunidad y la autoridad pueden verse expuestas a hechos de violencia como el citado, elocuente será la evidencia del pobre alcance del concepto de seguridad que dicho ministerio maneja.
Los recuerdos de casos como el de José Vergara en Alto Hospicio, o de Francisco Martínez, en Panguipulli, nos recuerdan el riesgo que entraña para personas con temas de salud mental la interacción con agentes del Estado inadecuadamente preparados para lidiar con personas en estas condiciones. En un caso significó su desaparición; en el otro, su muerte.
Carabineros de Chile, por ejemplo, ha procurado responder a esta circunstancia dotándose de una normativa institucional específica sobre la materia, la cual, aun con importantes limitaciones, da cuenta de la conciencia de la institución sobre las complejidades que este contexto plantea para su trabajo habitual. Lo mismo se esperaría de otros organismos y, por cierto, también debería esperarse de toda la comunidad interpelada, incluidos los particulares relacionados con la prestación de servicios de seguridad privada. Los esfuerzos de Carabineros de Chile de adecuar normativa institucional a estas situaciones de actuación es esperanzador, pero insuficiente.
Es un hecho que la disponibilidad de normativa actualizada no es respuesta suficiente por sí misma; en muchos casos, resulta indispensable acompañarla del debido entrenamiento y capacitación.
Pero eso no es todo. La salud mental es un tema ubicuo, más amplio y más profundo.
Los suicidios que tienen lugar, con una frecuencia ya alarmante, han representado para el Metro de Santiago un desafío logístico y humano. Los mismos trabajadores de la empresa de transporte han hecho un llamado a tomar decisiones en torno al tema: sistemas de protección que prevengan el ingreso de personas a las vías; mecanismos de respuesta y contención para los trabajadores afectados por la triste experiencia de que pueden ser parte, un llamado de alerta ante un drama que no es más que la punta del iceberg de un drama que supera los límites de los andenes de las estaciones. Estos hechos son, asimismo, una cruel señal de la crisis de salud mental que aqueja a nuestra sociedad.
La crisis de salud mental es profunda y heterogénea. Afecta la niñez y adolescencia, de modo especialmente cruel desde la pandemia, sin mejoría desde entonces; la violencia en nuestras comunidades escolares así lo demuestra. Afecta a las familias, en particular a las mujeres, que asumen el cuidado de personas con necesidades especiales, o se presenta en su contrario: el abandono de que son víctimas personas en idénticas circunstancias, sin redes, sin afectos, especialmente mayores que enfrentan sus últimos años en soledad.
Las dificultades que sobrellevan trabajadoras y trabajadores en organizaciones donde se experimentan climas adversos o acoso, la escasa cobertura médica especializada, los problemas derivados del consumo problemático de sustancias o la automedicación desregulada de, especialmente, hipnóticos o benzodiacepinas termina de pintar un cuadro estremecedor de una sociedad enferma que no encuentra ni cura ni sosiego.
Todo lo anterior hace oportuno destacar los esfuerzos por abordar el tema implícitos en instancias como los proyectos de ley de Sistema Nacional de Cuidados o de Ley Integral de Salud Mental; también en el debate, más amplio pero igualmente urgente, sobre un estatuto de capacidad jurídica que reconozca mejor el espacio de autonomía de personas con situaciones de salud mental a quienes actualmente la ley inhabilita, o el robustecimiento de la institucionalidad promotora de políticas públicas y protectora de derechos, así como, por último pero especialmente importante, la respuesta a la dramática situación de personas privadas de libertad eventualmente inimputables recluidas en recintos penitenciarios y expuestas a violencia grave u homicida.
Pero el hecho de que el país enfrente este oscuro escenario en materia de salud mental, agravado a partir de la difícil experiencia de la pandemia o por la triste situación del presupuesto de salud mental (muy por debajo de las recomendaciones internacionales y de los mínimos éticos, a estas alturas), la limitada respuesta de prestadores, la insuficiente provisión de profesionales o la arraigada desconfianza a las necesidades de atención en salud mental de la población, permite ser optimista al menos en una cosa: el amplio consenso que debiera producirse en torno a la urgencia de enfrentar este desafío país.
En un mundo que se hace cada vez más difícil de habitar, y en donde las relaciones significativas se hacen cada vez más difíciles de construir y mantener, nuestras mentes y espíritus están pagando un alto precio.
Así, en medio de un proceso electoral clave, el debate en torno a una política de salud mental solidaria e integral, con pertinencia etaria, territorial y cultural, con perspectiva de género y comprometida con los derechos humanos, resulta una cuestión de la mayor importancia. La forma en que, dentro de plazos razonables y con los medios adecuados, nos hagamos cargo de este desolador escenario será, en definitiva, el único modo de expresar un compromiso genuino por una atención en salud mental digna.
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