
¿Y si la vejez no tuviera miedo?
Si diseñamos políticas y prácticas de autocuidado con esa mirada, la vejez dejará de ser un horizonte de pérdidas y podrá ser continuidad de los placeres de siempre, tal vez con nuevas formas, pero con la misma esencia.
En entrevistas que he realizado a personas mayores, y en tantas otras investigaciones, se repite una verdad incómoda: los mayores temores de la vejez no son a la muerte misma, sino a perder los placeres que hacen de la vida algo digno de ser vivido.
Se teme a no poder caminar libremente, a que la comida ya no tenga sabor, a que la memoria borre los rostros amados. Se teme a la soledad, a ser carga, a que la sociedad te declare invisible. Y detrás de cada miedo hay un placer que se defiende: el de la vitalidad, la autonomía, el afecto, el reconocimiento.
Imaginemos por un momento una vejez distinta. Una vejez donde los temores no sean profecías cumplidas, sino advertencias que la sociedad toma en serio. Donde se pueda seguir caminando por barrios accesibles, con veredas seguras y transporte adaptado. Donde la mesa siga siendo un espacio de encuentro, con alimentos pensados para todos los paladares y todas las dentaduras. Donde la sexualidad no sea tabú y la intimidad siga siendo derecho.
Una vejez en la que cuidar no signifique encerrar, sino acompañar, un cuidado que habilite a vivir y a disfrutar. En la que los hijos, los vecinos, los servicios públicos y la tecnología formen redes para que nadie muera solo ni viva olvidado. Una vejez en la que la jubilación no sea retiro forzoso, sino tiempo liberado para enseñar, crear, emprender o simplemente contemplar.
Porque lo que tememos perder —los vínculos, la libertad, la salud, la memoria— es lo que hace la vida valiosa a cualquier edad. Resolver esos miedos no es cuestión de magia: requiere políticas públicas que prioricen la autonomía, la salud integral, los cuidados como derecho, ciudades amigables y comunidades solidarias. Pero también requiere de algo íntimo: aprender a cuidarnos antes, a cultivar redes, a dar y recibir afecto, a reconocer que la vejez es parte del mismo camino vital y no una estación terminal, requiere que escribamos el guion de nuestra vejez, esto es, cómo queremos vivirla y entonces enfoquemos la energía en que esos años sean de disfrute.
Si diseñamos políticas y prácticas de autocuidado con esa mirada, la vejez dejará de ser un horizonte de pérdidas y podrá ser continuidad de los placeres de siempre, tal vez con nuevas formas, pero con la misma esencia. Como me dijo una mujer de 82 años en una de las entrevistas: “Lo que más quiero es seguir sintiendo que mi vida me gusta”.
Quizás de eso se trata todo: de que envejecer no sea un ejercicio de renuncia, sino la posibilidad de seguir disfrutando la vida, sin que el miedo nos robe el placer de vivirla.
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