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El costo oculto del crecimiento chileno Opinión Archivo

El costo oculto del crecimiento chileno

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Manuel Pérez Serey
Por : Manuel Pérez Serey Obrero, dirigente poblacional.
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Los que trabajamos en la construcción sabemos bien lo que cuesta cada edificio. Detrás de cada torre reluciente hay horas robadas a la familia, cuerpos cansados y sueños postergados. Y cuando uno escucha hablar de “crecimiento”, sabe que ese crecimiento no llega para todos.


La construcción da pega. Es el único trabajo para los que no tenemos estudios y que nos da más plata, porque “si tuviéramos estudios, no estaríamos acá”. Esa frase se escucha en casi todas las obras y resume bien lo que somos: gente que trabaja duro porque no tuvo otra salida.

Dicen que la construcción es uno de los motores de la economía chilena. Y sí, mueve plata, genera inversión, levanta edificios. Pero lo hace sobre los hombros de miles de trabajadores que viven al día. Lo que se construye con cemento también se levanta sobre precariedad.

En la obra, las condiciones no siempre son dignas. Faltan baños, duchas, comedores, lugares para cambiarse. Los cascos y zapatos de seguridad muchas veces llegan a medias, y a veces hay que comprarlos uno mismo. En las faenas más pesadas o de mayor esfuerzo físico, es común el consumo de alcohol y drogas, sobre todo entre los más jóvenes. Algunos lo hacen para aguantar el ritmo; otros, porque se repiten los mismos guetos de los barrios de donde venimos.

Los contratos son por obra o faena. Eso significa que cuando se termina el proyecto también se termina el sueldo. No hay vacaciones seguras ni continuidad. Se parte de cero cada vez. La subcontratación empeora todo: se pierden horas extras, se retrasan los pagos, y más de alguna vez no se cumplen. En las crisis, las empresas chicas quiebran y los trabajadores quedamos botados, sin sueldo ni finiquito.

El sindicalismo es bajísimo. Cuesta organizarse porque hay mucha rotación. Los trabajadores estamos solos frente a la empresa. Y la jornada se hace eterna: entre el viaje y la pega, uno sale de la casa a las cinco de la mañana y vuelve a las nueve de la noche. Las horas extras no son voluntarias; son parte del trato. Así, nadie puede estudiar ni capacitarse. Por eso más de la mitad de los trabajadores tiene la enseñanza media incompleta o menos.

Algunos empresarios dicen que tenemos demasiados derechos, pero la verdad es que muchos no se respetan. El mes se paga por 30 días, aunque tenga 31. En un año se regalan cinco o seis días de trabajo. Se firma contrato por el sueldo mínimo, aunque se pague más “por fuera”. Así, las cotizaciones se hacen sobre el mínimo, y el día de mañana uno recibe una pensión miserable.

He visto notarías que firman finiquitos sin revisar las cotizaciones. He visto empleadores que pagan en cuotas y solo cancelan la primera. Todo pasa con la vista gorda de instituciones que deberían fiscalizar y no lo hacen.

Los inmigrantes lo pasan peor. Les pagan menos, viven en las mismas obras, en piezas improvisadas. A veces el encargado les dice cuándo pueden salir o tener días libres. Es una nueva forma de explotación, disfrazada de oportunidad.

Mientras tanto, la Cámara Chilena de la Construcción se presenta como el motor de la economía nacional. Habla de productividad, de crecimiento, de desarrollo. Pero crecer a costa del trabajador no es progreso. Es abuso.

Los que trabajamos en la construcción sabemos bien lo que cuesta cada edificio. Detrás de cada torre reluciente hay horas robadas a la familia, cuerpos cansados y sueños postergados. Y cuando uno escucha hablar de “crecimiento”, sabe que ese crecimiento no llega para todos.

Ahora que se discute el rumbo del país y se acercan las elecciones, conviene mirar bien quién se beneficia del progreso y quién lo paga con su cuerpo. Porque este es el país que algunos todavía quieren seguir defendiendo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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