
No destruir lo destruido: la belleza del desastre
En tiempos de polarización, las ruinas de La Veracruz y San Francisco de Borja nos conminan a pensar la ciudad no solo como “escenario de protestas” sino como una especie de “palimpsesto colectivo”.
Hace casi seis años del estallido social de 2019, varios templos del centro de Santiago -entre ellos la iglesia de San Francisco de Borja y La Veracruz–- fueron incendiados durante las fuertes protestas. Se trataba de iglesias vinculadas al patrimonio estatal y cultural. El templo de La Veracruz, obra de Claude Brunet de Baines y Fermín Vivaceta, y declarado Monumento Histórico en 1983, se encuentra, desde el siglo XIX en el barrio Lastarria. Este año, la XXIII Bienal de Arquitectura y Urbanismo decidió ocupar la iglesia de los carabineros, en el Parque San Borja, como una de sus sedes y acentuar la ruina en una lectura tripartita sobre pasado, presente y futuro. El arquitecto Jorge Belmar cuestionó que se utilicen ruinas como un “decorado” y acusó a los organizadores de normalizar la violencia sin reflexionar sobre las heridas ni el valor del patrimonio. En una nota, en este mismo medio, la arquitecta Paola Velásquez defendió la iniciativa argumentando que las ruinas son dispositivos de memoria capaces de desencadenar múltiples lecturas, “reprogramando” el espacio sin borrar sus cicatrices. Para la curaduría de la bienal, es intentar transformar el conflicto en diálogo utilizando el término fotográfico de “Doble Exposición”. Esta tensión entre memoria y “utilización”, entre la urgencia social y la conservación, atraviesa tanto la polémica de la Bienal como la historia reciente de la Iglesia de la Veracruz.
Ruinas como dispositivos de memoria
En la tradición europea las ruinas son exaltadas como “belleza romántica”. En cambio, para buena parte de la experiencia y reflexión latinoamericana las ruinas parecieran solo recordar violencia, desigualdad y despojo. La filósofa Sara Ahmed recuerda que el duelo no consiste en olvidar sino en “negociar” el sentido de la pérdida, mientras que el geógrafo cultural Tim Edensor menciona que la ruina posee agencia, es decir, provoca preguntas y perturba los consensos sobre qué conservar y qué olvidar. Francisca Márquez, en una columna sobre los restos del estallido social, alerta de que convertir la ruina en patrimonio puede estetizar el dolor y “pacificar el trauma” en un valor de exposición. La ruina, dice, es un “dispositivo de memoria activa” que requiere una ética cuidadosa para no neutralizar el conflicto.
Benjamin representó -a propósito de una pintura de de Klee titulada “Angelus Novus”- a un ángel de la historia que mira al pasado y ve una sola catástrofe “que amontona sin descanso ruina sobre ruina”. Empujado por la tormenta del progreso, el ángel no puede detenerse y la montaña de escombros crece. En otro pasaje, el autor menciona que “Angelus Novus” posibilita la comprensión de una “humanidad que se prueba a sí misma mediante la destrucción”. Ambos fragmentos muestran una paradoja presente en la sociedad chilena (y el mundo), donde la destrucción puede contener un deseo de renovación, pero también deja restos que interpelan a las memorias colectivas.
Estética del desastre y turismo oscuro
Ser espectadores de “desastres ajenos” -lo que Sontag llama la modernidad de los medios- nos somete a imágenes de violencia que “consumimos” con emociones ambiguas. Esta estética de la tragedia alimenta un mercado ingente para los “turistas especializados y profesionales llamados periodistas”. Desde la perspectiva inicial de la columna, Didi-Huberman señala que las “imágenes violentas” pueden perderse en la banalización, o el intento por desviar la mirada a otra parte. Sin embargo, miles de personas visitan lugares como Auschwitz, Chernóbil, el memorial del 11 de septiembre en Nueva York, o las ruinas de Cobá no solo para consumir la catástrofe, sino para enfrentarse a las huellas del tiempo y a la persistencia del dolor. En ese gesto -entre el duelo y la fascinación- se construye una pedagogía de la mirada, una forma de resistencia contra el olvido, aunque siempre bordeando el límite entre la memoria y el espectáculo. El tanatoturismo tiene variadas posibilidades de lectura; por una parte tiene fines educativos si es gestionado con ética y respeto por las víctimas, por otra, puede ser -dentro del turismo político- un espectáculo ligado (desplazando términos freudianos) a una pulsión colectiva de muerte turística. Las autoridades de Auschwitz mencionan que conservar las ruinas es imprescindible para no olvidar la barbarie nazi y para que las generaciones futuras comprendan su historia, y para ello, incluso, intentan preservar los vestigios del horror del pasado, gestionando recursos internacionales para evitar que desaparezcan.
Estas mínimas reflexiones pueden ayudarnos a pensar sobre la controversia chilena en “clave global”, es decir, ¿cómo transformar lugares devastados en espacios de aprendizaje sin comercializar, o espectacularizar el dolor? ¿Cuál es la línea que separa la memoria crítica de la estetización del horror?
La Veracruz
Pocos días después del incendio del 12 de noviembre de 2019, la Iglesia de la Veracruz quedó, prácticamente, destruida por completo por dentro, lo que involucraba a la bóveda semicilíndrica, los muros y el altar quedaron carbonizados, se perdieron pinturas históricas no avaluadas, vitrales y bancos de madera antiquísimos. A pesar de que la estructura resistió, la iglesia estuvo cerrada cuatro años, hasta que el párroco Osvaldo Fernández de Castro decidió abrir sus puertas para permitir encontrarse con lo devastado -desde una museología ascéptica- y, con esto, volver a relacionarse con el barrio. La apertura fue una “escena disonante”, donde el crucifijo, rescatado antes del incendio, parece flotar iluminado por la luz del único vitral no destruido. Los visitantes recorren el espacio mirando los muros ennegrecidos protegidos por planchas transparentes, se dispuso un panel para que los/as visitantes dejen su testimonio. La parroquia también usa la ruina como sala de conciertos y exposiciones, música religiosa, música clásica y jazz. En RRSS se han visto textos que mencionan que el lugar se transformó en un “micro-museo del desastre”, donde los visitantes sienten “la presencia de Dios” y consideran que la iglesia es “más hermosa tal como está ahora”. Esta disposición -devocional y museográfica- nos muestra una interesante tensión. El exdirector del Servicio Nacional de Patrimonio, Carlos Maillet, sostiene que dejar la pátina del incendio como estética permanente tiene límites éticos y culturales, pues la iglesia nació como lugar de reconciliación y no debe convertirse en “reliquia de violencia”. La arquitecta Ximena Joannon (una de las encargadas del proyecto de la iglesia) añade que el proyecto de restauración busca integrar todas las capas históricas e integrar elementos contemporáneos. La propuesta, aprobada, finalmente, por el Consejo de Monumentos (este no estuvo de acuerdo en dejar el interior de la iglesia en el estado actual), planea conservar algunos vestigios del fuego como parte de un museo de arte sacro y devolver el templo a la comunidad. Entonces, no se trata de ocultar lo ocurrido, sino de evitar que la destrucción se convierta en atractivo turístico.
La Iglesia de la Veracruz, hoy museo improvisado, propone preservar lo destruido, donde el emplazamiento de asepcia del lugar nos invita a “no destruir lo destruido”.
En tiempos de polarización, las ruinas de La Veracruz y San Francisco de Borja nos conminan a pensar la ciudad no solo como “escenario de protestas” sino como una especie de “palimpsesto colectivo”. Tal vez, como el ángel de Benjamin, deseamos detenernos y restituir, pero el “invento de la historia” nos empuja a lo inevitable… “No destruir lo destruido” es una pugna sobre la memoria y el sentido, donde se confrontan el trabajo del no olvido, la victimización histórica religiosa, la estética de la ruina, la que conlleva “modaelizantitaciones” de un sistema que no acaba de terminarse e incorpora el gusto -bien armado y controlado- de su propio desgaste heredero de las vanguardias de lo abyecto.
- El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.