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El Estado en silos: de programas dispersos a sistemas articulados Opinión

El Estado en silos: de programas dispersos a sistemas articulados

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El debate sobre la fragmentación del Estado no puede seguir siendo un diagnóstico repetido año tras año. Es hora de pasar a la acción. No se trata de crear más iniciativas, sino de repensar cómo interactúan las que ya existen.


Cuando una madre jefa de hogar busca empleo, no solo necesita un curso de capacitación. Requiere también acceso a cuidado infantil, apoyo en salud mental y transporte seguro. Para ella, sus necesidades están interconectadas. Sin embargo, para el Estado, cada una pertenece a un ministerio distinto, con ventanillas separadas y programas que no conversan entre sí. Ella espera una solución integral, pero recibe un laberinto de trámites.

Esta fragmentación es el nudo crítico de nuestra política pública. Durante décadas, informes y expertos han coincidido en señalar que Chile tiene un Estado atomizado, con cientos de programas que operan como islas. Solo en 2024, existían 706 programas públicos distribuidos en 72 instituciones. El resultado es una oferta dispersa que obliga a las personas a navegar un sistema confuso para resolver problemas que, en su vida, ocurren de manera integrada.

En este escenario, caemos en una profunda paradoja: un programa puede tener éxito en lo técnico, pero fracasar en lo social. Podemos tener iniciativas que cumplen sus metas, ejecutan su presupuesto y superan las auditorías, sin que esto se traduzca en mejoras reales y duraderas en la vida de las personas. Se celebra el cumplimiento administrativo, pero se pierde de vista el propósito final: transformar realidades.

Frente a esta ineficiencia, que se vuelve irresponsable en tiempos de estrechez fiscal, no basta con seguir creando programas. Como plantea el reciente informe del PNUD, “Sistemas que conectan, políticas que transforman”, el desafío es reorganizar la acción pública para que actúe en coherencia con la complejidad de los problemas sociales actuales.

Aunque los sistemas como mecanismo de articulación de políticas ya existen, la propuesta es hacer un cambio de enfoque, creando “interfaces” eficientes que hagan posible que los programas se conecten y operen de manera articulada. Aquí está la pieza faltante para que un sistema realmente funcione, pues no basta con decretar la colaboración sin reconocer lo costosa que ella resulta.

Mientras un sistema define el “qué” de la política, las interfaces habilitan el “cómo” de la colaboración. Ellas son el conjunto de acuerdos, herramientas y espacios que permiten a distintos sectores –cada uno con su propio lenguaje y lógica– conectarse para lograr un objetivo común. Una interfaz define una gobernanza clara con autoridad para coordinar, asegura que la información fluya entre instituciones y diseña una trayectoria coherente para las personas.

Construir estas interfaces exige transformar la forma en que se conciben, monitorean y evalúan los programas. Ya no podemos medir solo resultados aislados, sino que debemos enfocarnos en las sinergias, los resultados conjuntos y la colaboración misma. Implica reconocer que la cooperación no es espontánea, sino que debe ser diseñada, financiada y gestionada con la misma seriedad que cualquier otro programa.

El debate sobre la fragmentación del Estado no puede seguir siendo un diagnóstico repetido año tras año. Es hora de pasar a la acción. No se trata de crear más iniciativas, sino de repensar cómo interactúan las que ya existen. Solo así podremos construir un Estado que, además de eficiente, sea verdaderamente significativo para las personas y recupere el sentido profundo de la política pública de contribuir al bienestar real de las comunidades.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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