
El malestar de partidarios y opositores, o cómo vivimos en mundos distintos
Hoy, la sola apelación a la fractura entre el pueblo y la élite podría no bastar para generar confianza en sectores amplios de la ciudadanía, especialmente cuando el malestar no solo se dirige hacia las élites tradicionales, sino también hacia la clase política en su conjunto.
Desde hace años, las encuestas sociales han reflejado un profundo malestar en la población chilena respecto de la economía, el empleo, la seguridad, el rumbo del país, el nivel de progreso y la conducción política, entre otros aspectos. Sin embargo, menos se ha discutido quiénes son las personas que expresan mayores o menores niveles de descontento, pues suele asumirse que se trata de un sentimiento generalizado, con escasas diferencias según género, edad o nivel socioeconómico.
Esa percepción es en parte cierta, pero no del todo. Algunos sondeos –como Pulso Ciudadano, de la consultora Activa– muestran que, frente a ciertas variables, los chilenos y chilenas nos diferenciamos significativamente en la forma de experimentar el malestar con la situación actual. En particular, los partidarios y opositores del actual Gobierno parecen habitar mundos muy distintos, diferentes también del que habitan quienes no se identifican con ninguna de esas dos posiciones. Para argumentar esta afirmación utilizaremos los datos del informe 109 de dicha consultora, correspondiente a la segunda semana de agosto de 2025.
En dicho informe podemos detectar 11 preguntas que podrían servir de indicadores de malestar en la sociedad chilena. Entre ellos se encuentran consultas relacionadas con la percepción respecto de la dirección en que avanza Chile (en la dirección correcta o la equivocada), la percepción de progreso de Chile (progresa, está estancado o retrocede), la evaluación de la situación económica del país (buena, regular o mala) hoy en día, comparando con el año anterior y comparando con un año en el futuro, la evaluación de la situación económica personal (buena, regular o mala) hoy en día, comparando con el año anterior y comparando con un año en el futuro, la percepción respecto de si los ingresos alcanzan o no para cubrir los gastos familiares, la proyección de los gastos familiares a dos meses en el futuro (los aumentará o tendrá que disminuirlos) y la autopercepción de felicidad personal (mucha, regular o poca).
La figura 1 muestra el porcentaje de personas que responde a cada una de las preguntas anteriores en las categorías que implican estar experimentando mayor malestar (por ejemplo: que la situación económica del país es mala o muy mala, que Chile retrocede o va en la dirección incorrecta, que se experimenta poca o nada de felicidad, entre otras respuestas). Se puede observar que invariablemente el grupo que manifiesta notoriamente menor malestar son los partidarios del Gobierno, seguidos por la población general encuestada, en tanto que son los opositores al Gobierno quienes manifiestan los mayores niveles de malestar.
Figura 1
Fuente: Pulso Ciudadano, Activa, Informe 109, segunda semana de agosto de 2025.
Queda en evidencia que, desde el punto de vista de sus percepciones subjetivas, los partidarios y los opositores del actual Gobierno parecen habitar prácticamente en dos países distintos. No se trata solo de diferencias de opinión política, sino de una forma radicalmente divergente de experimentar la realidad social.
En particular, resulta llamativo lo escasamente expuestos que se encuentran los simpatizantes del Gobierno al sentimiento de malestar que predomina en la sociedad chilena, lo cual los distingue con nitidez no solo de quienes se declaran opositores, sino también –y sobre todo– del conjunto de la población general encuestada. Estos últimos se asemejan mucho más a los opositores en cuanto a la percepción de insatisfacción con la situación nacional, que a los propios partidarios del oficialismo.
Este contraste se hace aún más visible cuando se observa la magnitud de las diferencias a través de un índice promedio de malestar. Al calcular dicho índice para los tres grupos que estamos comparando, se aprecia que el nivel medio de malestar declarado por los partidarios del Gobierno apenas alcanza un 14,3%. En cambio, los opositores exhiben un 55,8% de malestar, mientras que la población general encuestada alcanza un 41,2%.
En términos de distancia relativa, esto implica que la brecha de malestar entre los partidarios del Gobierno y la ciudadanía en general asciende a 26,9 puntos porcentuales, una diferencia muy considerable. En contraste, la distancia entre opositores y población general es sensiblemente menor, alcanzando “solo” 14,6 puntos. Es decir, la desconexión perceptual de los partidarios del Gobierno respecto del malestar ciudadano es casi el doble de la que separa a los opositores del promedio de la población.
¿Qué consecuencias pueden derivarse de estos resultados? En primer lugar, refuerzan una afirmación clásica y ampliamente documentada en la psicología social: las narrativas ideológicas y las identidades políticas ejercen un poderoso efecto sobre la manera en que las personas interpretan el mundo que las rodea. Dicho de otro modo, no observamos simplemente la realidad material de manera neutral, sino que nuestras creencias y orientaciones políticas actúan como filtros que moldean qué aspectos de la realidad captamos y cuáles dejamos en segundo plano.
El resultado de este fenómeno es que grupos sociales que adhieren a ideologías distintas terminan experimentando mundos psicosocialmente diferentes, incluso cuando sus condiciones objetivas de vida son similares.
En segundo lugar, que exista una mayor sintonía entre las percepciones de la población general y las de los opositores al Gobierno, puede tener efectos relevantes en la arena política y comunicacional. Esta proximidad facilita que las narrativas de oposición –en torno a los problemas del país, el rumbo político y el malestar social– circulen y se difundan con mayor facilidad hacia los sectores de la población que no tienen una definición política clara.
Al mismo tiempo, esa misma brecha hace más difícil que las ideas fuerza del oficialismo logren permear a la ciudadanía en general, limitando su capacidad de instalar un relato alternativo sobre la situación nacional.
En suma, el grupo de partidarios del Gobierno se muestra mucho más aislado del conjunto ciudadano que sus opositores, al menos en lo relativo a la percepción del malestar con la situación actual del país. Esa desconexión no solo describe un fenómeno estadístico, sino que plantea también interrogantes de fondo sobre la capacidad del Gobierno y sus adherentes de conectar emocional y simbólicamente con la experiencia cotidiana de la mayoría de la población.
En otras palabras, si tomamos en cuenta lo profundamente decisivo que resulta hoy el malestar frente a la situación del país en la configuración de la subjetividad de los chilenos, no parece en absoluto una exageración advertir que el relativo aislamiento de los partidarios del Gobierno podría tener repercusiones políticas de considerable envergadura, influyendo tanto en la dinámica electoral como en la capacidad del oficialismo para articular un relato convincente ante la ciudadanía.
Este fenómeno podría ser una de las claves para comprender por qué la candidata oficialista, Jeannette Jara, ha mostrado un evidente estancamiento en el crecimiento de su intención de voto.
Luego de haber conseguido captar las preferencias de un sector de la población muy similar en tamaño al que históricamente ha apoyado de manera casi incondicional al Gobierno desde sus inicios, la candidata parece haber alcanzado un techo difícil de superar sin modificar su estrategia política y comunicacional.
En este sentido, resulta razonable especular que la candidata consiguió, en una primera etapa, reunir y consolidar a prácticamente todos los partidarios del Gobierno, cerrando de paso la posibilidad de que en una eventual segunda vuelta se enfrentaran dos candidatos de oposición. No obstante, la dificultad más significativa que enfrenta en la actualidad parece residir en su incapacidad para atravesar la amplia brecha que la separa de esa mayoría de ciudadanos que no se identifica de manera estable con ninguna posición política fija.
Este electorado, heterogéneo en su composición y sensible a las percepciones de coyuntura, se ha convertido en el terreno decisivo para la disputa política, y hasta ahora la candidata oficialista no ha logrado establecer un vínculo sólido con él.
Hasta el momento, la estrategia predominante había sido apostar a que dicha brecha podía ser superada apelando a un discurso que insistiera en la contraposición entre el pueblo y la élite. Este recurso narrativo, que en el pasado inmediato encontró gran resonancia –particularmente durante el ciclo del estallido social–, parecía una fórmula capaz de movilizar adhesiones más allá de los círculos ya convencidos. Sin embargo, el escenario actual es distinto: dada la magnitud y forma que ha adquirido el actual malestar social en la subjetividad colectiva, esa narrativa dicotómica puede resultar insuficiente.
Hoy, la sola apelación a la fractura entre el pueblo y la élite podría no bastar para generar confianza en sectores amplios de la ciudadanía, especialmente cuando el malestar no solo se dirige hacia las élites tradicionales, sino también hacia la clase política en su conjunto.
En consecuencia, más que limitarse a un discurso de confrontación con la élite, la candidata oficialista se enfrenta a la necesidad de construir un relato político que logre sintonizar con las motivaciones específicas y actuales de ese malestar ciudadano. No se trata únicamente de reconocer o empatizar con esas preocupaciones, sino de ser capaz de articular propuestas que se perciban como plausibles, consistentes y creíbles en el corto y mediano plazo para combatirlas.
Solo mediante un programa que combine empatía con soluciones tangibles y sólidas podrá aspirar a derribar la barrera que la mantiene contenida en su propio electorado y proyectarse hacia la mayoría de la población.
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