
“Parásitos”, o cuando la descalificación se toma la política
Una democracia sana necesita la discusión entre el oficialismo y oposición, pero no sobre la base del desprestigio ni del insulto.
Como para muchos, fue una sorpresa leer la columna de Cristian Valenzuela, jefe estratégico de la candidatura de José Antonio Kast. Bajo el título “Parásitos”, Valenzuela lanzó una verdadera diatriba contra el Estado y los funcionarios públicos.
Su interpretación resulta, por decir lo menos, arbitraria y cuestionable tanto en la forma como en el fondo. El asesor de Kast escribió que: “En Chile, el Estado no está enfermo: está podrido”. Y agregó una afirmación temeraria en lo político: “Son capaces de armar un frente común desde el Partido Comunista hasta la UDI para cuestionar a los que están dispuestos a impulsar un cambio radical en la forma en que se administra el Estado”.
Al leer esto, es imposible no pensar en la Argentina de Milei, donde se instaló la idea, completamente errada, de que el Estado es la raíz de todos los males. El alegato de los Republicanos chilenos y los libertarios de Milei contra el rol estatal parece compartir un mismo principio: una animadversión ideológica hacia todo lo público.
Conviene recordar aquí la teoría weberiana del Estado, que enseña que la administración pública moderna se basa en reglas formales, jerarquía, competencia técnica y profesionalismo. En líneas generales, el Estado chileno cumple con esos criterios. Y si hablamos de su tamaño, vale precisar que no se trata de un “Estado gigante”: su gasto público equivale al 26% del PIB, muy por debajo del promedio de los países desarrollados y de la OCDE. Además, el gasto en personal representa solo el 18% del presupuesto nacional del 2025. Por cierto, todo esfuerzo en modernizar la gestión pública, focalizar bien el gasto y reducir toda opacidad es bienvenido, pero aquello es “harina de otro costal”.
Entonces, ¿qué queda de las afirmaciones de Valenzuela? La impresión de que los Republicanos no creen en el rol que debe cumplir el Estado o, por lo menos, un rol muy acotado.
Este enfoque tiene dos problemas graves. Primero, si José Antonio Kast llegara al gobierno, tendría que dirigir precisamente a ese Estado que hoy su equipo denigra. Gobernar exigiendo obediencia a quienes se ha menospreciado es una vía rápida para tener un conflicto. Recordemos que el presidente es el jefe de toda la administración pública; si parte de su propuesta consiste en menoscabarla, lo más probable, enfrentará serias dificultades desde el primer día.
El segundo problema es más profundo: tiene que ver con la degradación del debate político. Cuando los adversarios recurren a un lenguaje violento y descalificador, el paso siguiente suele ser el autoritarismo. Estas “opiniones” son una forma de violencia política, que erosiona el diálogo cívico y plural que sustenta la democracia.
Una democracia sana necesita la discusión entre el oficialismo y oposición, pero no sobre la base del desprestigio ni del insulto. En tiempos de polarización y populismos, el compromiso debe ser discutir ideas, no caricaturas; contrastar propuestas, no denigrar personas o instituciones. Y cuando los políticos terminan vilipendiando la política, todos terminamos perdiendo.
Este debate recuerda que la sociedad se organiza en torno al Estado porque necesita una autoridad legítima que garantice la convivencia. Desde Hobbes hasta Locke, la teoría clásica muestra que el Estado no es un fin en sí mismo, sino un instrumento racional creado por los hombres para asegurar el orden, proteger los derechos fundamentales y hacer posible una vida social civilizada. Sin el Estado no habría justicia, ni paz, ni posibilidad de desarrollo social.
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