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Hacer que las reglas sobrevivan Opinión Archivo

Hacer que las reglas sobrevivan

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La ironía final es que Estados Unidos podría terminar reinsertándose en el orden que hoy desprecia, no por convicción sino por necesidad. Cuando sus empresas pierdan mercados y su influencia se diluya, la presión interna para volver a los acuerdos será inevitable, pero el mundo ya no lo esperará.


Durante buena parte del siglo XX, el comercio internacional tuvo un timonel claro. Estados Unidos no solo fue su principal beneficiario, sino también su arquitecto. Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial impulsó el sistema multilateral basado en reglas, patrocinó la creación del GATT y luego de la OMC, y lideró rondas de negociación que redujeron aranceles, abrieron mercados y consolidaron un orden económico liberal. Ese liderazgo, sin embargo, se ha ido desdibujando. El país que promovió el libre comercio se ha convertido, irónicamente, en su mayor impugnador.

El giro comenzó con el bloqueo del órgano de apelación de la OMC –la “joya de la corona” del sistema–, que dejó al mundo sin árbitro para resolver disputas comerciales. Siguió con la salida del Acuerdo Transpacífico (TPP), el abandono de la Asociación Transatlántica con Europa y la renegociación del NAFTA bajo un sesgo proteccionista. A partir de 2018, Washington reintrodujo el uso de aranceles como arma de política industrial y electoral, elevando sus tarifas a niveles no vistos desde 1909. Hoy, el país que predicaba apertura exhibe un arancel medio cercano al 20%, justificado en nombre de la “reciprocidad” o la “seguridad nacional”.

Paradójicamente, el mundo no se detuvo a esperarlo. La retirada estadounidense no desmanteló el comercio global, pero sí lo reconfiguró. Frente al repliegue del antiguo líder, otras potencias y coaliciones han tomado la posta, manteniendo viva la lógica de un intercambio regido por normas y no por fuerza. Asia, Europa y América Latina siguen adelante, cada una a su manera, tejiendo una nueva red de acuerdos que ya no gravita en torno a Washington.

En Asia, la respuesta fue inmediata. Tras la salida de Estados Unidos, los restantes miembros del TPP reactivaron el tratado bajo un nuevo nombre –CPTPP– y lo hicieron prosperar bajo liderazgo japonés. Este pacto reúne hoy a doce economías que, juntas, representan cerca del 15% del PIB mundial y fijan estándares avanzados en materias como comercio digital, servicios e inversiones.

En paralelo, China impulsó su propio marco de integración: la Asociación Económica Integral Regional (RCEP), el mayor acuerdo comercial del planeta, que agrupa a quince países de Asia y Oceanía y cubre casi un tercio del PIB global. Lo notable es que ambos bloques –CPTPP y RCEP– no incluyen a Estados Unidos. Por primera vez en la historia, el Pacífico se consolida como epicentro del comercio mundial sin protagonismo norteamericano.

Europa ha respondido con activismo. La Unión Europea ha cerrado acuerdos con Canadá, Japón, México, Chile y Vietnam, y ha avanzado en la ratificación del tratado con el Mercosur, que creará un mercado integrado de más de 800 millones de personas. Además, la Comisión Europea ha planteado la posibilidad de una “alianza estructurada” con el CPTPP, idea que podría inaugurar una inédita arquitectura comercial intercontinental, conectando Europa y el Asia-Pacífico bajo reglas comunes. La presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, lo expresó con claridad: “Si la OMC está estancada, avancemos entre quienes seguimos creyendo en el comercio basado en normas”.

De este movimiento surge un orden comercial sin hegemonía única. En lugar del viejo esquema liderado por Washington, emerge una red de alianzas interconectadas entre países que comparten el compromiso con la apertura y la previsibilidad. Japón, Canadá, Australia, Chile o Vietnam –potencias medianas, pero consistentes– se han convertido en los nuevos custodios del sistema liberal que Estados Unidos abandonó. La globalización ya no depende de un centro, sino de una constelación de actores que cooperan desde distintos polos.

América Latina también empieza a insertarse en este mapa. El acuerdo entre la Unión Europea y el Mercosur, tras dos décadas de negociaciones, si bien todavía no ratificado, es una señal de convergencia hacia ese orden abierto. Si además la Alianza del Pacífico y el Mercosur logran coordinarse, la región podría presentarse como un bloque unificado dentro de la red global de acuerdos que conectan Europa y Asia. América Latina tiene la oportunidad de dejar de ser periferia para convertirse en un puente.

Para Estados Unidos los costos del repliegue son evidentes. Su aislamiento erosiona la influencia normativa que durante décadas definió los estándares globales. Mientras levanta barreras, otros actores escriben las reglas del comercio digital, ambiental y tecnológico. Las empresas norteamericanas enfrentan desventajas competitivas frente a rivales europeos o asiáticos que operan bajo acuerdos preferenciales. Resulta una paradoja histórica ver que el país que diseñó el orden comercial liberal queda fuera de los foros donde ese orden se reinventa.

Algunos analistas han descrito este proceso como un “multilateralismo sin hegemonía”. No hay un líder indiscutido, pero sí una masa crítica de países decididos a mantener viva la cooperación. Es un sistema menos jerárquico, más fragmentado, pero funcional. En lugar de depender de una sola potencia, el comercio internacional avanza hacia una gobernanza distribuida, donde distintos polos –Asia, Europa, América Latina– sostienen, por convergencia más que por subordinación, las bases del libre intercambio.

Nada de esto significa que los riesgos hayan desaparecido. La coexistencia de bloques con reglas distintas puede generar fricciones y duplicidades. Pero el impulso hacia la integración ha demostrado ser más fuerte que el repliegue proteccionista. Lo que se perfila no es el fin de la globalización, sino su reconfiguración hacia un sistema más plural, menos centralizado y más resiliente frente a los vaivenes políticos de una sola nación.

La ironía final es que Estados Unidos podría terminar reinsertándose en el orden que hoy desprecia, no por convicción sino por necesidad. Cuando sus empresas pierdan mercados y su influencia se diluya, la presión interna para volver a los acuerdos será inevitable, pero el mundo ya no lo esperará. La red de alianzas seguirá expandiéndose con o sin su consentimiento. Y quizás esa sea la enseñanza más elocuente de esta etapa: que las reglas pueden sobrevivir a los poderosos, y que el comercio abierto –como la democracia– se defiende mejor cuando muchos lo sostienen y no uno solo pretende dirigirlo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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