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Elecciones, sindicatos y partidos
Partidos como la Democracia Cristiana tienen el desafío de preguntarse cómo, después de décadas de disputar la hegemonía sindical al eje PS-PC, han terminado prácticamente desaparecidos del mundo sindical, lo que exige un ejercicio autocrítico profundo.
En mayo pasado, la Central Unitaria de Trabajadores y Trabajadoras (CUT) realizó su último proceso electoral. En la elección participaron cerca de 46 mil trabajadores, quienes eligieron a través de voto universal y directo a los 45 consejeros nacionales y a los 11 miembros del comité ejecutivo que conducirán los destinos de la central sindical hasta 2029.
La elección de la CUT tiene una serie de aspectos relevantes cuyas consecuencias, a mi parecer, trascienden lo meramente sindical. En primer lugar, destaca la importante presencia de mujeres en el Consejo Nacional. Por primera vez en la historia de la central, la mayoría del consejo (casi el 60% de los 45 cargos) está compuesto por mujeres. Como bien lo destacó la vicepresidenta de la Mujer e Igualdad de Género de la CUT, Karen Palma, este hecho no es menor si se considera que, según cifras de la Dirección del Trabajo, a nivel nacional apenas un 37% de los cargos de dirigencia sindical está ocupado por mujeres.
Más aún, este cambio no solo implica una mayor representación formal, sino también una potencial transformación en la agenda sindical. El aumento de la influencia femenina abre la posibilidad de revitalizar a los sindicatos, ampliando sus horizontes y generando mayor apertura hacia la integración de demandas históricamente relegadas, como la igualdad de género, la conciliación entre trabajo y vida familiar o la lucha contra la discriminación laboral hacia las mujeres.
Un segundo elemento importante de la elección de la CUT, con implicancias directas para los partidos de izquierda y centroizquierda, fue la composición de las listas electorales. Como suele suceder en estos comicios, las dos listas más relevantes –y que concentraron la mayoría de los votos– fueron las vinculadas a partidos tradicionales de la izquierda chilena: el Partido Socialista (que obtuvo 27 consejeros nacionales) y el Partido Comunista (14 consejeros).
En esta ocasión también apareció una lista ligada al Frente Amplio, que consiguió apenas 4 consejeros. Asimismo, en esta elección destacó la inexistencia de una lista vinculada a la Democracia Cristiana. La desaparición práctica de la DC en la CUT es especialmente llamativa si se considera que, desde la fundación de la CUT en 1988 y hasta fines de los años noventa, el liderazgo de la DC en la central sindical era muy fuerte.
La composición político-partidista de la CUT merece ser observada con atención. No solo porque refleja la fuerza relativa de los partidos en el sindicalismo, sino también porque ocurre en un contexto de profunda crisis de legitimidad de los partidos políticos en Chile. Según datos de Latinobarómetro, en 2024 apenas un 10% de los chilenos y chilenas declaró confiar “algo” o “mucho” en los partidos políticos (según la misma encuesta, en dicho año la confianza en los sindicatos alcanzó un 30%).
Más aún, en un estudio reciente constatamos que, a lo largo de las décadas de 2000 y 2010, la confianza en los sindicatos evolucionó en sentido inverso a la confianza en instituciones políticas como los partidos y el Congreso: mientras la confianza en los partidos caía de forma sostenida, la confianza en los sindicatos aumentaba al calor de importantes movilizaciones sociales y laborales. La crisis de legitimidad, por lo tanto, ha afectado a todos los partidos, incluidos los de izquierda.
Al mismo tiempo, nos encontramos en un periodo de repliegue de la movilización social. Con excepción de un par de paros nacionales organizados por la propia CUT en 2023 y 2024, las movilizaciones sociales han estado mucho menos activas que antes de la pandemia. Entender las razones de este repliegue y sus consecuencias es crucial para las fuerzas de izquierda, cuya agenda redistributiva depende, en buena medida, de la existencia de una sociedad movilizada que demande cambios.
Ahora bien, ¿por qué los partidos debieran prestar atención a lo que ocurre en la CUT? Porque, a pesar de los problemas señalados, la elección reciente de la central sindical muestra que, en los sectores más organizados del sindicalismo, las alianzas tradicionales entre sindicatos y partidos siguen teniendo un peso relativo.
Es cierto que la CUT no representa a todo el sindicalismo chileno: según datos de la Dirección del Trabajo, casi el 70% de los cerca de 14 mil sindicatos y asociaciones de funcionarios existentes en el país no están afiliados a la CUT (ni a ninguna otra central).
Es cierto que la relación de la CUT con los partidos fue, especialmente en décadas pasadas, objeto de disputas que afectaron negativamente la legitimidad de la central sindical. Sin embargo, investigaciones empíricas muestra que, incluso en estos contextos, los sindicatos siguen siendo espacios de politización relevantes, y que esta politización no es solo el resultado de las creencias de los trabajadores previas a sindicalizarse, sino que también es el resultado de la propia experiencia sindical.
Estudios señalan, por ejemplo, que la afiliación a sindicatos refuerza el compromiso democrático y antiautoritario de los trabajadores y las trabajadoras, así como su disposición a participar en acciones políticas convencionales como el voto, y también en formas más disruptivas como las protestas. De hecho, en una investigación reciente encontramos que los(as) trabajadores(as) sindicalizados(as) en Chile tienen mayor disposición a protestar que quienes no lo están, y que ello ocurre porque la afiliación a sindicatos incrementa tanto el interés en la política como las identidades políticas de izquierda.
Frente a un escenario electoral incierto para la centroizquierda, vale la pena reflexionar sobre el rol de los sindicatos y tomarse en serio la reconstrucción de alianzas entre sindicatos y partidos. Esto implica, entre otras cosas, permitir que los sindicatos tengan mayor incidencia en las decisiones partidarias.
Los partidos tradicionales de izquierda como el PS y el PC, que aún conservan una presencia significativa en la CUT, deberían robustecer esos vínculos y darles un carácter más orgánico, evitando que la relación quede reducida a lo meramente electoral. Al mismo tiempo, los partidos más nuevos, como el Frente Amplio, si realmente aspiran a ampliar su base en los sectores populares, deben tomarse en serio la tarea de construir lazos estables con el sindicalismo.
Ello puede ser revitalizador para la propia CUT. En muchos sentidos, una mayor competencia dentro de la central sindical puede ser saludable, siempre y cuando se procese de manera adecuada en sus instancias internas de decisión.
Finalmente, partidos como la Democracia Cristiana tienen el desafío de preguntarse cómo, después de décadas de disputar la hegemonía sindical al eje PS-PC, han terminado prácticamente desaparecidos del mundo sindical, lo que exige un ejercicio autocrítico profundo.
Diferencias de lado, y de cara a las elecciones presidenciales de noviembre, el desafío común para todos estos partidos es tomarse en serio la contribución que el sindicalismo puede hacer en términos de la movilización de electores y, más importante aún, en términos de debate programático.
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