Opinión
Tejido social y territorialidad: las claves para el bienestar en un país desigual
Comprender que el bienestar depende de un contexto nos permite reconocer que las personas no nos enfermamos, al menos no solamente, por nuestros factores individuales, sino que muchas veces nos enfermamos por la forma en que hacemos sociedad.
Los resultados de la última Encuesta de Bienestar desarrollada por la Mutual de Seguros de Chile, Cadem y la Escuela de Negocios de la Universidad Adolfo Ibáñez (UAI) concluye algo que desde la psicología social-ambiental venimos señalando hace un tiempo: el bienestar individual se explica de manera significativa por la forma en que las personas nos relacionamos con los lugares que habitamos.
Esta línea de investigación muestra en efecto que los lugares son mucho más que las condiciones materiales y ambientales de un espacio: son aquellos escenarios que las personas nos apropiamos, donde instalamos redes y comunidades, modificamos infraestructuras y los dotamos de un sentido personal y colectivo. Así, un lugar se entiende como un escenario que integra dimensiones físicas, sociales y simbólicas, donde las personas construyen vínculos afectivos y comunitarios (Proshansky, Fabian y Kaminoff, 1983).
Ahora bien, no solo los lugares son espacios atravesados por sentidos personales y sociales; también son el resultado de políticas urbanas que han configurado una forma de hacer ciudad en nuestro país que ha conllevado la distribución desigual de recursos materiales, sociales y públicos.
La disposición de áreas verdes, el estado y uso de los espacios públicos, el acceso a servicios, la densidad poblacional, así como la calidad material y medioambiental, se distribuyen de manera desigual entre distintos barrios, provocando elevados niveles de segregación en las ciudades medianas y mayores del país.
Esta desigualdad territorial ayuda a explicar los resultados de la encuesta: mientras en Magallanes la comunidad funciona como una red de contención, en zonas con alta densidad urbana y desigualdad territorial, la fragmentación social y el miedo al otro pueden amplificar los malestares individuales, volviéndolos un síntoma de problemas estructurales.
Comprender que el bienestar depende de un contexto nos permite reconocer que las personas no nos enfermamos, al menos no solamente, por nuestros factores individuales, sino que muchas veces nos enfermamos por la forma en que hacemos sociedad. Un problema de salud mental puede actuar como chivo expiatorio de malestares colectivos que nos afectan de manera desigual.
Pero la contracara también es cierta: vivir en una ciudad donde me siento segura, donde cuento con redes de apoyo, donde están mis afectos y de la que me siento orgullosa, constituye una experiencia que construye caminos sólidos hacia el bienestar individual y social, incluso frente a la adversidad (como climas extremos o cualquier situación inesperada que nos fragilice).
Por lo tanto, favorecer la cohesión social, la integración barrial y las redes comunitarias en los distintos lugares del país, especialmente en aquellos históricamente relegados, es clave para avanzar hacia una sociedad donde el bienestar se distribuya de manera más equitativa. El secreto magallánico podría residir precisamente en la manera en que las personas se relacionan con su entorno.
Si entendemos que la salud mental también es una cuestión territorial, podremos diseñar intervenciones que avancen hacia ciudades más justas, donde el bienestar no sea un privilegio de quienes habitan ciertos lugares, sino un derecho compartido.
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