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La obligación “evolutiva” del lenguaje Opinión

La obligación “evolutiva” del lenguaje

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Samuel Toro
Por : Samuel Toro Licenciado en Arte. Doctor en Estudios Interdisciplinarios sobre Pensamiento, Cultura y Sociedad, UV.
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Es imprescindible eliminar la falacia evolutiva del lenguaje, rechazar la idea de que las lenguas indígenas sean “inferiores” o un peldaño atrasado.


En una revisión rápida de algunas lecturas sobre lengua, culturas y poder -en este caso liberales y estructuralistas- que tienden a la jerarquización de lo “humano”, me topé con una entrevista de Fernando Villegas a Andrés Zaldívar sobre su libro “Identidad Animal”. Al verla y escucharla, recordé a un viejo profesor que, con solemnidad pomposa, explicaba que las lenguas “evolucionan” como si fueran especies y no “mundos”. La entrevista me reavivó esa mezcla -que nunca deja de sorprenderme- de sorpresa y molestia, donde otra vez me encontraba con la misma prisión teórica intentando medir con “reglas ajenas” lo que son otras formas de habitar la tierra y abarcar la realidad.

En términos generales, el resumen que explicaba Zaldívar se basaba en los últimos grandes relatos como el “lenguaje y colonización” y su “impacto en las sociedades originarias” y la “desigualdad social, de lenguaje y desarrollo intelectual en América Latina”, particularmente Chile. Estas afirmaciones sugieren, implícitamente, una visión del lenguaje como un avance evolutivo en el que el español y las lenguas occidentales ocupan posiciones “avanzadas”, mientras que las lenguas autóctonas habrían quedado rezagadas. Frente a esa idea, conviene recordar que ningún idioma es intrínsecamente “inferior” o “primitivo”. Las lenguas indígenas no sólo son otras formas de nombrar la realidad, sino que integran cosmovisiones “completas”. Negarles complejidad o situarlas en una supuesta escala evolutiva es una falacia que ignora siglos de investigación lingüística y antropológica. Al contrario de lo que postula esta jerarquía heredada del racismo colonial, hoy sabemos que cada lengua es un sistema estructurado y coherente, fundado en necesidades culturales distintas. Solo citando a la UNESCO -independiente de otras diferencias que tenga con esta organización-, para los pueblos originarios “las lenguas no son únicamente símbolos de identidad y pertenencia, sino vehículos de valores éticos”, pues “constituyen la trama de los sistemas de conocimientos mediante los cuales estos pueblos forman un todo con la tierra”. En ese sentido, las lenguas indígenas configuran realidades mentales propias, cercanas a la vida comunitaria y al entorno “natural”, y no pueden compararse en una línea evolutiva con las lenguas occidentales.

La idea de “idiomas primitivos” se arrastró, por mucho tiempo, desde la lingüística colonial, donde, por ejemplo, en el siglo XX se pensaba que las lenguas aborígenes carecían de abstracciones o gramática avanzada. El filósofo danés Jespersen, influido por el darwinismo social, afirmaba que los aborígenes de Tasmania “no tenían palabras para ideas abstractas”. Sin embargo, trabajos rigurosos -desde la lingüística estructural al relativismo lingüístico- demostraron que esas afirmaciones eran falsas. El antropólogo estadounidense Harris documenta en su libro “El Materialismo Cultural”, por ejemplo, que el lenguaje kwakiutl de Norteamérica tiene el doble de casos gramaticales que el latín, y muchos idiomas tribales tienen vocabularios extensísimos para conceptos culturales, como los aetas de Filipinas, que poseen 31 verbos distintos para la palabra “pescar”. No existe ningún medidor universal de “evolución lingüística”. Muchas veces la carencia de una palabra genérica suele deberse a que ese objeto o acto tiene para esa cultura cientos de matices específicos. Sergio Parra, en su ensayo “¿Todas las lenguas son igual de complejas?”, en Xataka Ciencia, concluye que las 3000 lenguas del mundo “tienen una estructura fundamental común” y solo diferencias de vocabulario adaptadas a cada sociedad o cultura. Ninguna gramática sería superior a otra; la lingüística contemporánea descarta totalmente la noción de idiomas “primitivos” o “intermedios”.

Por el contrario, cada idioma refleja una visión del mundo distinta, igualmente válida. Estudios etnolingüísticos (Valdez Delgado, Chávez Fajardo, Jorge Vergara, Enrique López, Fernando Teillier, Gabriel Llanquinao y Gastón Salamanca entre muchos/as otros/as) lo subrayan. No es coincidencia que los inuit distingan unas cincuenta palabras para la nieve en sus diferentes estados, o que los igorotes de Filipinas tengan términos para cada estadio del cultivo del arroz -desde la semilla hasta la cosecha y el licor que de ella obtienen- mientras carecen de una sola palabra genérica para “arroz”. Estas sutilezas lingüísticas simplemente responden a necesidades culturales, donde los pueblos adaptan su lenguaje a su “realidad cotidiana”. Así como quienes viven en climas fríos han extendido vocablos para “guantes” y “mangas” mientras otros agrupan “mano” con “brazo” en un solo término, ninguna de esas diferencias puede tomarse como prueba de un estadio evolutivo más “bajo”. En definitiva, las lenguas indígenas ofrecen “otros mundos” cognitivos, más próximos a la tierra y la experiencia colectiva, no son una versión atrasada del español o el inglés.

Es fundamental insistir en la dimensión política y colonial de esta polémica lingüística. No fueron carencias internas de las lenguas las que las postraron, sino la violencia y discriminación del Estado y de las sociedades coloniales. La escritora Aguilar Gil,  menciona que “las lenguas no mueren solas, a nuestras lenguas las matan”. El proceso de homogeneización lingüística fue forzado desde escuelas, castigos y prejuicios para un único “idioma nacional”. No es sorprendente que en 1820 alrededor del 65% de la población mexicana hablara náhuatl, maya o mixteco, y hoy ese porcentaje sea inferior al 7%. En toda Latinoamérica los estados han privilegiado históricamente el español, castellano o portugués, relegando los idiomas indígenas a “dialectos” sin estatus oficial. Esta colonialidad del lenguaje es la que explica la alarmante situación actual, en la cual la mitad de las lenguas que se hablan hoy podrían extinguirse en apenas un siglo, resultado de décadas de políticas que promovieron la homogeneidad cultural y castellanización forzada.

Por eso la visión evolutiva es no solo equivocada sino también peligrosa, pues justifica ideológicamente la subordinación de los hablantes indígenas. Olaya Sanfuentes desmiente, en una columna en este mismo medio, que el “contexto” histórico justifique a la conquista española, y debemos rechazar que un supuesto “avance” lingüístico permita calificar a las lenguas originarias como inferiores. El contexto -término polisémico- puede explicarlo todo o justificarnos poco.

Es imprescindible eliminar la falacia evolutiva del lenguaje, rechazar la idea de que las lenguas indígenas sean “inferiores” o un peldaño atrasado. Hui, el filósofo chino, ya nos ha repetido sobre parte de estos temas, abarcándolos en una complejidad mayor cultural a través de las “cosmotécnicas”. Hoy sabemos que cada lengua es “otra forma de saber”, con sus propias reglas y complejidades. Cada idioma humano, sea mapuzugun, náhuatl o chino mandarín, “camina” a la par con cualquier otro en la capacidad de nombrar el mundo. Negar esto equivale a repetir un viejo prejuicio colonial. Afirmarlo es “avanzar” hacia un verdadero respeto y necesidad intercultural, intentando que no sea en las modas estructuralistas de la capitalización momentánea y pase a formar parte real en las distintas comprensiones que podemos integrar y rescatar por sobre la colonización que no acaba, en este caso, de las lenguas e idiomas creadores e interpretadores de cosmovisiones no comprendidas (no necesariamente entendidas de principio, y es comprensible) por las violentas homogenizaciones de las designaciones, interpretaciones y creaciones de signos sobre lo que podemos alcanzar a ser, o no.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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