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Los invisibles Opinión

Los invisibles

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Paula Forttes
Por : Paula Forttes Directora del Área de Envejecimiento y Cuidados de FLACSO Chile
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El problema es que ya casi no miramos rostros: miramos pantallas, cifras, estadísticas, imágenes editadas de lo humano. La indiferencia –esa ceguera moral– ha reemplazado el encuentro.


Si en la “La ira de los iguales” hablábamos del ruido de una sociedad que grita por ser reconocida, hoy toca mirar hacia el otro extremo del espejo: el de quienes no gritan, no reclaman y, sin embargo, sostienen el mundo.

Ellos son los invisibles.

No están ausentes; simplemente no son vistos. Habitan los márgenes del reconocimiento: los que cuidan, los que limpian, los que acompañan, los que envejecen. Personas que trabajan en silencio mientras otros discuten por ocupar el centro de la escena.

La suya es una existencia sin aplausos, pero llena de sentido.

Emmanuel Lévinas escribió que la ética nace cuando nos encontramos con el rostro del otro.

El problema es que ya casi no miramos rostros: miramos pantallas, cifras, estadísticas, imágenes editadas de lo humano. La indiferencia –esa ceguera moral– ha reemplazado el encuentro.

Hannah Arendt recordaba que aparecer ante los demás es una forma de existir. Quienes no tienen dónde aparecer –porque no hay espacio público que los reciba, ni mirada que los reconozca– quedan expulsados de la experiencia humana compartida.

Los mayores, los trabajadores anónimos, los cuidadores, los enfermos, los desplazados… no carecen de voz, lo que les falta es escucha.

José Saramago imaginó una humanidad que, aun viendo, había perdido la visión. En su Ensayo sobre la ceguera nadie distingue al otro; todos tropiezan con la vida sin repararla. Esa metáfora se vuelve literal en nuestras ciudades: transitamos entre multitudes sin ver a quien barre la calle, a quien sostiene el cuerpo de otro, a quien envejece en silencio.

Y en la lógica de la transparencia, como advertía Byung-Chul Han, la visibilidad se volvió trampa: cuanto más mostramos, menos miramos. La luz constante de la exposición deja ciegas las pupilas del alma.

Entre los iguales airados y los invisibles silenciosos se abre una grieta. Los primeros reclaman atención; los segundos la merecen. Los unos exigen presencia; los otros la encarnan, sin ser notados.

Tal vez el desafío de nuestro tiempo no sea producir más voces, sino recuperar la capacidad de mirar. Mirar, en el sentido más profundo: reconocer al otro, restituirle lugar en la comunidad, devolverle la dignidad de existir ante los demás.

Porque solo cuando los invisibles vuelven a ser vistos, la sociedad deja de ser un escenario y vuelve a ser un nosotros.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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