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El enemigo común de América Latina Opinión

El enemigo común de América Latina

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Fredy Cancino
Por : Fredy Cancino profesor de historia
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Chile tiene aún credenciales para iniciar un camino de liderazgo constructivo. Cuenta con instituciones sólidas, una diplomacia respetada y un historial democrático que, pese a altibajos, inspira confianza entre las naciones, y no solo de América Latina.


Cada elección presidencial –dentro o fuera de Chile– abre un momento en que los países se miran, reflexionan y, a veces, reordenan prioridades. En ese contexto, y con el ruido de las tensiones globales de fondo, hay un hecho que debería sobresalir sin matices en nuestro debate presidencial: el crimen organizado se ha convertido en la principal amenaza interna para América Latina. Ya no hablamos solo de violencia callejera o narcotráfico, sino de una red continental que socava instituciones, corrompe sistemas judiciales, desincentiva inversiones y debilita el pacto democrático mismo.

En lugar de seguir atrapados en una política exterior cargada de retórica, Chile podría inaugurar una agenda internacional concreta, eficaz y centrada en la lucha común contra las mafias transnacionales. Tiene para ello credenciales diplomáticas, una tradición institucional reconocida y un prestigio regional que aún sobrevive a pesar de sus crisis internas. Esta podría ser una primera causa integradora del siglo XXI en América Latina.

Para entender la magnitud del problema, conviene mirar más allá de las fronteras nacionales. Durante décadas, América Latina ha culpado a potencias extranjeras, corporaciones multinacionales y fantasmas coloniales por sus desgracias. Pero hoy el mayor peligro no viene de fuera, está adentro, crece día a día y se llama crimen organizado.

Según el Banco Interamericano de Desarrollo, más del 50% de los homicidios en la región están ligados a redes criminales, que además controlan cárceles, pasos fronterizos, puertos y territorios urbanos. Ecuador vive un conflicto interno con bandas que dominan ciudades; México enfrenta una guerra no declarada con cárteles que reemplazan al Estado; Colombia sigue combatiendo disidencias y narcos reciclados; y Chile, hasta hace poco relativamente ajeno, empieza a registrar sicariatos, extorsiones y presencia de grupos como el Tren de Aragua.

En todos estos casos, el problema ya no es meramente policial, sino sistémico. Afecta el desarrollo económico, mina la seguridad jurídica, genera zonas de captura institucional y deteriora la confianza ciudadana en la democracia.

En este nuevo escenario, conviene ajustar también las visiones políticas. Mientras los debates regionales siguen centrados en la geopolítica (Estados Unidos, China, Rusia) y sus efectos sobre la región, los verdaderos saboteadores del futuro latinoamericano avanzan con rapidez, sin que haya una coordinación estatal proporcional a su amenaza.

Por ello, resulta urgente un cambio de enfoque. El crimen organizado es hoy el enemigo común más real, persistente y transversal del continente, y combatirlo requiere menos discursos y más colaboración efectiva.

Esta constatación exige también un giro cultural en nuestros países. Culpar al imperialismo, a la deuda externa o al modelo económico por todo lo que ocurre hoy ya no es solo conceptualmente pobre, sino políticamente inútil. Las mafias no son impuestas desde el extranjero, son fenómenos locales, alimentados por desigualdades persistentes, vacíos estatales y complicidades activas o pasivas.  Mirar siempre al pasado para explicar el presente se ha vuelto una obstáculo para no hacerse cargo de nuevas realidades y desafíos.

Como ventaja, el combate al crimen organizado ofrece algo escaso en estos tiempos: un consenso transversal en la región. No tiene color político ni ideología dominante. Por tanto, es momento de construir un pacto amplio, donde gobiernos, partidos, sociedad civil, universidades y gremios de trabajadores actúen como aliados frente a esta amenaza compartida.

De este modo, además de ser una urgencia nacional, la lucha contra las mafias podría convertirse en el primer motor real de una integración regional efectiva. Mientras las redes criminales actúan como organizaciones transnacionales sofisticadas, veloces y sin fronteras, los Estados siguen atrapados en esquemas de celos soberanos y protocolos paralizantes. Las rutas de la droga, el tráfico de armas, la trata de personas y el lavado de dinero no reconocen límites nacionales. Entonces, ¿por qué nuestras respuestas institucionales deberían seguir encerradas dentro de esos límites?

Es cierto que se han producido coordinaciones puntuales entre países; operativos conjuntos, intercambios de inteligencia e, incluso, cumbres temáticas sobre seguridad. Pero esos esfuerzos, aunque valiosos, siguen siendo fragmentarios y reactivos. Falta aún una política regional sostenida, con visión de largo plazo, dotada de institucionalidad común y recursos permanentes. En otras palabras, una verdadera estrategia latinoamericana anticrimen, que no dependa del impulso ocasional de un gobierno o de la presión mediática ante una crisis.

Esta no es una visión apocalíptica ni un intento de levantar un miedo exagerado. Es simplemente la constatación de una amenaza concreta, acumulativa y persistente, que ya condiciona buena parte de la vida pública en nuestras sociedades. Ignorarla por temor al alarmismo solo empeora las cosas.

Una propuesta concreta, jurídicamente viable y políticamente sensata es la creación de una Corte Penal Latinoamericana especializada en crimen organizado, corrupción estructural y violencia mafiosa, cuestión que ya se ha planteado en algunos foros. La Corte Interamericana de Derechos Humanos juzga únicamente a Estados por violaciones a los derechos humanos, pero no tiene competencia penal sobre individuos.

Por su parte, la Corte Penal Internacional, con sede en La Haya, se reserva para crímenes de guerra, genocidio, lesa humanidad o agresión, y no persigue delitos como corrupción o crimen organizado. Una Corte Penal Regional podría intervenir cuando los sistemas judiciales estén colapsados o cooptados, emitir órdenes de captura regionales, proteger jueces y testigos, y perseguir a mafias que hoy actúan con total impunidad entre países.

No creo que esto sea una utopía jurídica, sino que parte de un debate que se podría iniciar en variadas instancias internacionales. Lejos de cumbres protocolarias o manifiestos formales, se podría proponer una cumbre regional, con una hoja de ruta técnica, que marque el comienzo de una política exterior menos ideológica y más útil para la ciudadanía latinoamericana.

Frente a este panorama, Chile tiene aún credenciales para iniciar un camino de liderazgo constructivo. Cuenta con instituciones sólidas, una diplomacia respetada y un historial democrático que, pese a altibajos, inspira confianza entre las naciones, y no solo de América Latina.

Porque lo que está en juego ya no es el viejo debate entre modelos de desarrollo, ni las fidelidades heredadas del siglo XX, sino algo más inmediato y más grave: legalidad o crimen, Estado o mafia, ciudadanía libre o sometimiento a la inseguridad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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