Opinión
La tiranía del paper
Hoy, como ayer, hay investigación buena y mala. Qué duda cabe. Ayuda a esto que los universitarios han sido siempre, y afortunadamente, críticos con sus productos y los de sus colegas.
El debate sobre la calidad de las publicaciones científicas, que se hace aparente hoy ya con cierta recurrencia, suele empezar por el final. Se sostiene que no todas las publicaciones científicas son de buena calidad, que existe una proliferación de revistas poco rigurosas y que los criterios aplicados por los organismos evaluadores son poco actualizados y reduccionistas. Todo esto es por supuesto relevante, pero reduce el debate a una decisión sobre la calidad del producto, perdiendo de vista algo mucho más profundo: la definición del artículo científico como el único, si no al menos más valorado, medio de comunicación de la ciencia.
La consolidación del artículo científico (o paper, como se suele denominar desde el mundo anglófono) como el vehículo hegemónico del conocimiento científico se remonta al menos al siglo XX. Su fuerza está en la estandarización: extensión breve, estructura reconocible, revisión por pares e, idealmente, circulación global en función de un idioma común (inglés). Así, su predominio no es casual: es un soporte funcional a un ecosistema que privilegia la velocidad y la comparabilidad entre áreas.
Precisamente en virtud de lo anterior, la pregunta relevante no es definir qué artículo científico es de calidad, sino qué tipo de calidad presupone. ¿Son los criterios creados hace un siglo adecuados todavía hoy? Ciertamente, en el desarrollo de las ciencias experimentales, ese formato permitió replicar resultados y organizar comunidades disciplinarias. Pero en otras áreas, como las ciencias sociales, las humanidades, las ciencias de la educación o incluso las artes, su lógica expresiva resulta a menudo inadecuada.
Allí donde la comprensión exige lentitud, contexto, lenguaje y reflexión, el artículo impone brevedad y cierre. Así, no es el tema si el artículo científico ‘tradicional’ es buen o mal formato, sino que se volvió único y, con ello, excluyente de alternativas. Y cuando una forma se convierte en norma, deja de describir y empieza a prescribir.
El riesgo de homogeneización es evidente, pero esta homogeneización ya no se condice hoy con la diferenciación y, a la vez, interpenetración de las comunidades disciplinarias. El resultado es un esfuerzo de traducción constante dentro de las comunidades de estas áreas: del lenguaje local al internacional, del problema situado a la categoría general y del tiempo largo de la investigación al corto plazo de la publicación.
Sumado a lo anterior, la segunda cuestión, más política, es la pertinencia del formato del artículo científico para resolver problemas del entorno. Los temas que afectan a las sociedades contemporáneas no esperan los ritmos de la edición académica. Un artículo puede tardar años en publicarse; su lector promedio es otro académico; su lenguaje, casi siempre especializado. En este escenario, es legítimo preguntarse si este mecanismo sigue siendo el medio adecuado para conectar la investigación con los problemas públicos, especialmente en tiempos de inter y transdisciplina. No porque deba abandonarse, sino porque su primacía tiene consecuencias cada vez más evidentes.
Para bien o mal, en Chile el debate ha estado marcado por tres posiciones: por un lado, están quienes se siguen arrimando a una definición de “buena ciencia” como aquella que permite publicar en revistas internacionales de alto factor de impacto; en segundo lugar, aquellos que demandan una mayor eficiencia y relevancia pública de la producción científica, especialmente en términos de innovación patentable o de políticas públicas; y, finalmente, perspectivas críticas que demandan un mayor espacio reflexivo para la propia ciencia, no únicamente medido en términos de productos sino de realidad y profundidad del conocimiento producido.
Pero estos debates se siguen centrando en el producto. En cambio, lo que falta es algo anterior: una reflexión sobre las condiciones de producción del conocimiento y sobre cómo diferentes disciplinas se relacionan consigo y sus entornos.
Hoy, como ayer, hay investigación buena y mala. Qué duda cabe. Ayuda a esto que los universitarios han sido siempre, y afortunadamente, críticos con sus productos y los de sus colegas. Más significativo es el cambio en el soporte: aquí, el debate para la “calidad” de la ciencia es también un debate sobre cómo se deben asignar los recursos –recursos que, en nuestro país, son cada vez más insuficientes para absorber tanto la demanda pública de conocimiento e innovación, como la oferta de investigadores de alta formación pero también alta precariedad–.
La pregunta, entonces, no debiese ser solo cómo evaluar la calidad de los artículos científicos, sino cómo evaluar la calidad de los espacios de producción de conocimiento. Y esto no solo en términos de su productividad, sino también de lo que implican tanto para la formación y retención de capital humano avanzado como asimismo para las posibilidades de articular los debates científicos con el futuro que Chile requiere.
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