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Vitacura de los espíritus Opinión Imagen referencial

Vitacura de los espíritus

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La presencia de los espíritus de Vitacura (Buta Currá) merece ser visitada desde el otro lado.


Según informaciones de prensa, a más de ocho años de su construcción, el edificio Costanera Center mantiene un tercio de sus áreas de oficina desocupadas (unos 74.000 m²), lo que representa alrededor de 38 pisos vacíos. Esto es, hay 106.000 m², distribuidos en aproximadamente una altura de 156 metros, algo así como el equivalente a un edificio como la Torre Telefónica (que, de paso, sigue a la espera de ser vendida). Es decir, nuestra ciudad cuenta con dos volúmenes inertes de cemento, acero y vidrio, a la espera de que algo ocurra en el mercado y que la mano divina venga a su rescate.

El caso no deja de ser interesante cuando quienes se quejan de lo que han dado en llamar la “permisología” –un neologismo frugal en cuanto a creatividad– denuncian a un grupo de familias mapuche por plantear exigencias relativas a la construcción de otro gigantesco bloque de hormigón, acero y vidrio, con laguna artificial y demás comodidades que demanda la clientela.  

Espíritus de Vitacura, ironiza un comentarista, que interfieren en esta nueva obra del progreso y la modernidad.

Tal vez la antinomia entre los modestos reclamos de una comunidad y las ambiciones desmedidas de una empresa podría pensarse de otro modo. En estricto rigor, el valle del Mapocho fue habitado por parcialidades mapuche y su presencia actual no es menor, especialmente en los sectores urbanos agredidos por el modelo de desarrollo imperante en la ciudad.

La presencia de los espíritus de Vitacura (Buta Currá) merece ser visitada desde el otro lado.

La historia de pobladoras y pobladores desterrados a fuerza de dictadura se revierte sobre la ciudad de modo amenazante. La población El Castillo (bautizada como Héroes de La Concepción en ese período) fue el destino de quienes vieron interrumpida su ciudadanía. Sus espíritus, no obstante, merodean allí desde donde fueron erradicados.

Sea en las inmediaciones del Club de Polo y Equitación San Cristóbal, donde se había levantado la población El Esfuerzo; sea en el Parque Arauco (nombre que los vecinos del sector oriente propusieron para reemplazar el original –Parkennedy–. Arauco y no Mapuche, debe precisarse), fundado sobre los despojos del campamento Ho Chi Minh; sea en el Mall de La Florida, allí donde vivían los moradores del campamento Los Copihues; sea en la salida oriente de la avenida Kennedy, versión moderna de la calle Lo Saldes, donde se levantaba el campamento Tabancura; y lo harán en las obras que una inmobiliaria construye allí donde estuvo la villa Carlos Cortés, obrero que entregó literalmente su vida por la habitación popular como ministro de Vivienda (1970-1971).

Los espíritus fueron transformados por la política urbana en el fantasma de la violencia delictual que surge allí donde mengua el Estado, al mismo tiempo que los colosos de hormigón, metal y fierro que algún día fueron vistos como la avanzada de una ciudad moderna, hoy amparan tráficos de cuños diversos. Los Almacenes Paris, el portal Fernández Concha, la misma Plaza de Armas y otros sugieren que la historia de la ciudad pudiese haber sido pensada de manera distinta.

Pero la élite criolla es obstinada.

Se construyen puentes, avenidas y túneles para evitar ver hacia el otro lado de la ciudad. Las poblaciones Angela Davis (a falta de imaginación, en tiempos de la dictadura, al igual que la población El Castillo, también fue llamada Héroes de La Concepción), Eneas Gonel, La Pincoya y tantas otras son fantasmas llamados a ocupar las primeras planas de los matinales de la televisión –que en su ansia de likes desplazaron a la crónica roja–. Pero la tónica, como lo demuestra el caso del Mall Vitacura, sigue siendo la burla, la ironía, la sátira dirigida hacia el pueblo y particularmente hacia el pueblo mapuche.

Los excluidos de la ciudad, los agredidos y dañados, los varones y las mujeres, no tienen derecho a demandar lo que los inversionistas iluminados por el dinero pueden hacer a su amaño.

El derecho a la ciudad concierne a sus habitantes.

Sin embargo, al intelectual de turno parece desmedida la invitación a solicitar que “se pida permiso a los espíritus dueños del lugar, con el propósito de que la intervención no sea disruptiva”. Imagino que no le llama la atención el rito religioso, generalmente católico, en el que un sacerdote o ministro bendice un nuevo edificio, una casa o un lugar de trabajo, rociándolo con agua bendita y rezando para invitar a Dios a proteger el lugar y a las personas que viven o trabajan en él. ¡Vaya qué falta nos hubiera hecho haber obrado en conciencia cuando los camiones sacaban de sus casas a los habitantes más modestos!

Faltarían dioses a quienes pedir expiación por la impunidad inmobiliaria y la criminalidad urbana que supone el haber condenado a las y los habitantes de la ciudad al abandono y por haberlos sustituido por bloques de hormigón, fierro y vidrio. Más sentido tiene pedir “que la intervención no sea disruptiva”. 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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