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La humanidad no ha terminado
El enemigo no es solo el autoritarismo que se disfraza de orden. Es también la indiferencia, la idea de que nada puede cambiar, que todo está perdido, pero esa idea —esa rendición anticipada— es el triunfo que algunos buscan.
Esto no es el fin de la historia ni mucho menos el fin del mundo. No obstante, parece ser que el conjunto de valores y convicciones en los que muchas generaciones fuimos formados, simplemente han perdido densidad y sentido. La extrema derecha crece en las urnas y en las redes, los discursos del odio se disfrazan de sentido común, la mentira se propaga más rápido que la verdad; los desastres climáticos, además de la conciencia sobre los mismos, no solo son ignorados, sino que se multiplica y legitima la “racionalidad” de arrasar con el medio ambiente. Pero no, esto no es el fin de la humanidad ni del mundo. Es una advertencia.
El momento actual se caracteriza por la despreocupación con que las sociedades aceptan métodos, estilos y acciones concretas ejercidas desde el poder, no solo sin cuestionar, sino que con un entusiasmo difícil de entender. Ello, al mismo tiempo que el propio poder parece haber perdido todo asomo de vergüenza para aceptar la sola fuerza como razón suficiente para cualquiera de sus actos, el descaro para atropellar el orden internacional basado en normas es quizás uno de los mejores ejemplos de ello. Hemos ingresado en un ciclo histórico en el que la confusión se convierte en método para ejercer el poder. Las *noticias falsas* no son simples errores: son técnicas deliberadas, herramientas de manipulación. Los retrocesos sociales no son accidentes: son proyectos políticos. La desinformación, la polarización y el negacionismo ecológico son piezas de una misma estrategia para inmovilizar a las mayorías, para hacer que el miedo y la apatía sustituyan a la acción.
Así, la “razón humanitaria”, entendida como una lógica o un punto de vista que empuja los actos y decisiones fundamentadas, a partir de la compasión, la empatía, la responsabilidad y el cuidado hacia los otros, especialmente en contextos de desigualdad, sufrimiento o vulnerabilidad, tiende en entornos como el reseñado a debilitarse, o, por lo menos a ser entendida como un factor de debilidad inadmisible.
Y sin embargo, todavía hay un espacio donde no necesariamente han ganado y que puede dar paso a un territorio de resistencia: la reflexión, la empatía con los otros, la conmiseración y la construcción conjunta.
Nadie es responsable exclusivo en la construcción de alternativas de futuro, sin embargo, la juventud se juega materialmente la vida en este proceso, de allí que no pueden ni deben resignarse. No basta con indignarse en las redes ni con ironizar ante el desastre. El mundo necesita acción, y la acción necesita ideas. Necesita jóvenes que piensen políticamente, que no se dejen capturar por el algoritmo ni por el cinismo.
El desencanto se expresa en gestos silenciosos, como la importante abstención en las recientes elecciones en la Argentina, donde una parte significativa del electorado decidió no participar. Esa abstención no es solo un dato estadístico: es un síntoma. El síntoma de una democracia que se vacía de sentido cuando la política se reduce a marketing y la esperanza se convierte en un producto descartable. Pero renunciar a votar —a intervenir, a discutir, a construir— es dejar el terreno libre a quienes no dudan en usar el poder para destruir derechos y dividir pueblos.
Más Greta Thunberg que denuncien la urgencia climática sin miedo a incomodar. Más voces como la de Francesca Albanese, que desde los organismos internacionales se atreve a decir lo que tantos prefieren callar, recordándonos que la dignidad humana no admite excepciones. Más ciudadanos que entiendan que la rebeldía no es una moda, sino una ética frente a la injusticia.
La lucha política hoy no es solo electoral: es cultural, ambiental, tecnológica. Se libra en los discursos, en los datos, en las aulas, en las calles. Porque el poder real no solo se ejerce desde los gobiernos, sino desde los relatos que moldean lo que creemos posible. Y ahí, en el terreno de la imaginación, es donde debemos dar batalla.
El enemigo no es solo el autoritarismo que se disfraza de orden. Es también la indiferencia, la idea de que nada puede cambiar, que todo está perdido, pero esa idea —esa rendición anticipada— es el triunfo que algunos buscan.
Por eso hay que insistir: esto no es la clausura del mundo. Es el comienzo de una nueva conciencia política que aún no encuentra su forma definitiva, pero que respira, que crece, que se organiza. Si el presente se oscurece, que sea para aprender a encender fuego, no para acostumbrarnos a la sombra.
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