Opinión
No a la violencia contra las mujeres: nuestro deber ético
Defender los derechos de las mujeres es un deber ético y republicano. Y recordarlo hoy —en medio de un contexto global de retrocesos, negacionismo y desinformación— es más necesario que nunca.
La violencia contra las mujeres no es un hecho aislado ni un conjunto de casos extremos que irrumpen ocasionalmente en la agenda pública. Es una estructura de poder persistente que organiza las relaciones sociales, distribuye el miedo y normaliza la desigualdad. Los datos son claros, como nos advierte ONU Mujeres, en su informe 2025: una de cada 3 mujeres en el mundo ha sufrido violencia física o sexual por parte de un compañero íntimo, violencia sexual fuera de la pareja o ambas a lo largo de su vida (esta cifra no incluye el acoso sexual).
Pero hablar de violencia contra las mujeres es hablar de un continuo: desde los micromachismos y la deslegitimación cotidiana, hasta las agresiones simbólicas, psicológicas, sexuales o físicas que, en su manifestación más extrema, termina en femicidio. Sin ir más lejos, y volviendo a las cifras, en lo que va de año, en nuestro país, han muerto 40 mujeres y ha habido 261 femicidios frustrados. Según las cifras de ONU Mujeres, muere una mujer cada 10 minutos en el mundo por esta causa.
Y aun así, uno de los mayores errores que cometemos como sociedad es pensar la violencia como un problema de algunas mujeres, de ciertos sectores sociales o de determinadas posturas políticas. La violencia de género es transversal: la sufren mujeres de todos los territorios, edades y estratos socioeconómicos, y se expresa tanto en los hogares como en los espacios públicos: educativos, laborales y comunitarios. Basta recordar las imágenes del acoso sexual sufrido hace pocos días por la presidenta de México, Claudia Sheinbaum.
Lamentablemente, las respuestas institucionales no siempre alcanzan esa misma transversalidad. Mientras algunas instituciones han avanzado en protocolos de actuación, programas de prevención y formación, así como en mecanismos de reparación, otras aún no asumen que garantizar entornos seguros no es un favor, sino una obligación. Y lo más grave: en distintos países —y también en el nuestro— han comenzado a surgir discursos que cuestionan la necesidad de leyes, políticas y/o dispositivos que sostienen la garantía de los derechos de las mujeres.
A veces, los retrocesos llegan sin estridencia, disfrazados de eficiencia presupuestaria. Se argumenta que es necesario “reordenar”, “simplificar” o “racionalizar recursos”. Pero esa supuesta eficacia tiene consecuencias concretas: oficinas que desaparecen, programas que pierden continuidad, equipos que se desarticulan. Y cuando ello ocurre, las mujeres quedan más expuestas, menos acompañadas, menos protegidas.
Cada vez que se relativizan las leyes que garantizan los derechos de las mujeres, que se reducen presupuestos en esta materia o que se cierran dispositivos de apoyo, no estamos ante una simple reorganización administrativa: estamos ante un retroceso civilizatorio. Porque cuando los Estados dejan de priorizar la garantía de derechos fundamentales de las mujeres, quienes perdemos somos, ni más ni menos, la mitad de la población, de todos los colores, grupos sociales y sectores políticos.
Por eso, este 25 de noviembre, insistimos en que garantizar a niñas y mujeres una vida libre de violencia no debe ser parte de la agenda particular de un determinado sector político, no puede depender del ciclo eleccionario, del color del gobierno o de la coyuntura mediática. Dicha garantía debe ser un compromiso de toda la sociedad, pues es uno de los pilares fundamentales de la justicia social y de la convivencia democrática. Frente a los discursos que buscan relativizar la violencia, es urgente volver a lo esencial: la vida y la dignidad de las mujeres no son negociables.
Defender los derechos de las mujeres es un deber ético y republicano. Y recordarlo hoy —en medio de un contexto global de retrocesos, negacionismo y desinformación— es más necesario que nunca.
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