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El lugar de la DC
Si algo representa un eventual gobierno de José Antonio Kast es un impulso de restauración reaccionaria: una lógica autoritaria que desprecia los consensos, que añora un país ordenado desde arriba, que ve al feminismo, el ambientalismo, la diversidad y además el Estado como amenazas.
En Chile se habla mucho del centro político, pero si uno raspa un poco, se da cuenta de que ese centro en verdad no existe. Lo que hay, en cambio, es una especie de vacío que a ratos intentan ocupar figuras mediáticas, discursos oportunistas o fórmulas “anti‑todo” que capturan malestar, pero no construyen alternativas reales y beneficiosas para el futuro de Chile.
Ahí está, por ejemplo, el caso de Franco Parisi. Un fenómeno de redes, de mensajes rápidos y eficaces. Pero eso no es centro político, es otra cosa, un “cosismo” muy eficiente, con retórica antipolítica y recetas simples para problemas complejos. Lo suyo es más bien una performance de outsider: mucha indignación, poca propuesta. Y lo que le falta –y que el verdadero centro sí tuvo– es algo más estructural: cultura democrática, vocación de acuerdos, densidad intelectual, templanza política. Es decir, contenido conceptual, no espuma de una temporada.
Aquí es donde no se puede evitar mirar hacia atrás, porque en este país sí hubo una tradición de centro político con contenido, con historia y con proyecto. La Democracia Cristiana chilena –más allá de sus luces y sombras– ocupó ese lugar durante buena parte del siglo XX y XXI. Y no lo hizo por cálculo ni por marketing pasajero: lo hizo desde una raíz ideológica clara, que no está de moda nombrar, pero que es beneficioso recordar.
Hablo de la Rerum Novarum, la encíclica del Papa León XIII de 1891, que dio inicio a la doctrina social de la Iglesia. Fue un verdadero punto de inflexión: por primera vez desde el mundo católico se reconocía la existencia de una “cuestión social” como algo estructural, se hablaba de los derechos de los trabajadores, del rol del Estado para proteger al débil frente al fuerte y de la justicia social como exigencia ética. Esa mirada inspiró décadas después el surgimiento del pensamiento socialcristiano y, en Chile, el nacimiento de la DC.
La DC no nació por generación espontánea ni por rebeldía de jóvenes católicos, como se suele caricaturizar. Fue el resultado de una tensión profunda: había sectores del mundo conservador que no encontraban respuesta a las injusticias sociales dentro de su propio partido. Entonces, buscaron otro camino. Ese camino tenía un pie en la fe, pero otro en la justicia social. Por ello el proyecto democratacristiano siempre tuvo una inclinación, mayor o menor, hacia valores de la izquierda, aunque desde una matriz ética distinta a la marxista. Lo de Frei Montalva no fue una temporada progresista, fue coherencia: reforma agraria, chilenización del cobre, impulso comunitario, cooperativas. ¿Y qué decir de Tomic o Leighton? Gente que hablaba de pobreza con conocimiento y con compromiso, y que empujaba cambios reales sin destruirlo todo.
Después vino lo que todos sabemos: el quiebre de la democracia, la dictadura y una larga y compleja transición. Al final, la DC y el socialismo –antes tan lejanos– fueron capaces de saltar las respectivas trincheras y encontrarse. Esa alianza improbable dio origen a la Concertación, que fue, con todos sus bemoles, la etapa de mayor estabilidad, crecimiento y reducción de la pobreza que ha tenido la historia reciente de Chile.
Pero algo pasó en el camino. La DC se empezó a diluir. Se fue inclinando demasiado hacia la izquierda, en algunos momentos mimetizándose con sectores del Frente Amplio y, en otros, simplemente perdiendo identidad. Esa falta de rumbo provocó una fuga de figuras, profesionales, cuadros de gobierno, que partieron a nuevas colocaciones que tampoco cuajaron: Amarillos, Demócratas o simplemente a sus casas. Todos, buscando algo que se pareciera a ese gran centro reformista, pero moderno y capaz de responder a los nuevos tiempos.
Y sin embargo, a pesar del bajón, porque el bajón es evidente, la DC no ha desaparecido. En las elecciones últimas obtuvo el 4,24 % de los votos, pero evitó su disolución como partido al lograr ocho diputados, con los cuales mantiene una bancada activa que, en un Congreso muro contra muro como el que se viene en marzo de 2026, no es menor. Además, siguen teniendo senadores, alcaldes, redes territoriales. No será el partido de antes, pero tampoco es un resabio del pasado que tenga que echarse en los brazos de ningún otro partido.
Francisco Huenchumilla lo ha entendido bien. Ha hecho un llamado directo a los “hijos pródigos” para que vuelvan a casa. Ojalá que ese llamado sea acogido por muchos de ellos. Conozco a algunos y sé de su valía y coherencia democrática. No creo que esa exhortación sea pura nostalgia. En ese llamado está el sentido práctico de que Chile necesita un centro de verdad, con ideas, con historia, con vocación de diálogo y acuerdos. No otro partido personal, no otro gurú digital. Un centro que no se achique frente al populismo ni se disuelva en la izquierda.
Desde mi vereda, pienso que no se trata solo de una idea sensata; es, quizás, una de las pocas salidas realistas para volver a articular una mayoría democrática y reformista en tiempos de retroceso cultural y político, porque si algo está claro es que la centroizquierda necesita reconstruirse y eso no va a pasar solo con nuevas caras y remozamientos políticos. Va a pasar cuando el centro socialcristiano y el socialismo (y posiblemente el liberalismo progresista) vuelvan a encontrarse, se escuchen de nuevo, reconozcan sus errores sin culparse mutuamente y entiendan que el adversario real no es el que piensa distinto, sino el que amenaza con retroceder décadas en derechos, en libertades y en convivencia democrática.
Porque si algo representa un eventual gobierno de José Antonio Kast –y lo hemos visto en su programa, en sus discursos, en sus aliados– es un impulso de restauración reaccionaria: una lógica autoritaria que desprecia los consensos, que añora un país ordenado desde arriba, que ve al feminismo, el ambientalismo, la diversidad y además el Estado como amenazas, y que considera que los acuerdos amplios son una debilidad y no una virtud.
Frente a eso, se necesita una alternativa firme y responsable, que se aparte de los juegos refundacionistas y del puro discurso denunciatario. No una izquierda testimonial, ni un centro acomplejado, sino una fuerza capaz de defender la democracia y sus instituciones, y la política como ejercicio civilizatorio, sin sentirse amilanados por mareas transitorias de votos; con propuestas transformadoras (a veces sencillas), pero viables en la realidad. Ahí la DC tiene un lugar. No por tradición, ni como homenaje a la memoria, sino porque hace falta. Así de claro.
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