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20% que no llega de la nada: el electorado Parisi, entre larga duración y coyuntura Opinión

20% que no llega de la nada: el electorado Parisi, entre larga duración y coyuntura

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Rommy Morales-Olivares
Por : Rommy Morales-Olivares Profesora Universidad de Barcelona
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La comodidad del análisis tradicional consiste en despachar este fenómeno como un “voto rabia” o un “populismo antisistema”. Pero reducirlo a eso o comprenderlo de ese modo sería negarse a leer la evidencia acumulada desde 2002 en perspectiva longitudinal.


En noviembre de 2025, Chile volvió a votar en las elecciones presidenciales. La escena quedó rápidamente fijada en los titulares: Jeannette Jara liderando la primera vuelta con algo menos del 27%, José Antonio Kast siguiéndola de cerca con el 24%, y Franco Parisi instalándose en un tercer lugar sólido, bordeando el 20% y superando los dos millones y medio de preferencias. Su partido, el Partido de la Gente (PDG), aseguró una bancada significativa. Los analistas hablaron de “populismo digital”, “antisistema”, “voto bronca”, palabras grandilocuentes para un fenómeno que, al ser repetido, terminan describiendo más la perplejidad de quienes las pronuncian que la realidad que pretenden explicar.

Este 20% no llega de la nada, tiene historia, sentido y razón. Posee una biografía, sedimentos. Lo distintivo de 2025 no es su aparición, sino la incapacidad persistente de las elites para recordarlo. Desde 2013 venía anunciándose; en 2021 se volvió imposible de ignorar; y, en rigor, sus rasgos socioculturales están identificados desde comienzos de los años 2000, cuando el PNUD publicó Nosotros los chilenos: un desafío cultural (PNUD 2002). La sorpresa del último ciclo electoral no es un fenómeno nuevo: es la memoria corta de quienes lo analizan.

Franco Parisi, un ingeniero comercial de 58 años, comunicador digital precoz, profesor universitario y fundador del Partido de la Gente, con un pasado marcado denuncias de acoso sexual por parte de alguna estudiante, es, en rigor, menos un candidato que un ecosistema. Sus casi 2,6 millones de votos (19,71%) no se explican por un programa convencional, sino por una destreza comunicativa que lo convirtió en el primer “candidato digital puro” de Chile: alguien capaz de mover audiencias de cientos de miles en YouTube, o transmisiones espontáneas, generando una comunidad que vive más en línea que fuera de ella. Su electorado son mayoritariamente hombres entre 25 y 45 años, trabajadores independientes, informales o insertos en la “economía gig”, extremadamente desconfiados de instituciones y pareciera que con nula disponibilidad para encuestas. Tampoco se trata de individuos aislados, sus sociabilidades están hechas de grupos de WhatsApp, redes laborales informales, chats de delivery, transmisiones en vivo los domingos en la noche donde el candidato comenta desde el fútbol hasta reformas tributarias. Es una vida colectiva que ocurre lejos de la esfera pública institucional, pero que no es menos política por ello, simplemente se organiza en otros registros.

Este electorado además parece ser que constituye el núcleo invisible que ninguna medición tradicional logró captar, un “subsuelo electoral” que el voto obligatorio empujó a la superficie. Allí donde Jara y Kast disputan el eje clásico, Parisi ocupa otra coordenada: la del sujeto que no se identifica con la política, que no declara su voto por temor al juicio social, que se informa por canales no medidos por encuestadoras y que decide tarde, casi como un acto final de autonomía. Su fuerza electoral en el norte -27,8 % en Arica, 31,1 % en Tarapacá, 34,9 % en Antofagasta, 32,6 % en Atacama- refuerza una intuición: Parisi no es un accidente, sino un portavoz inesperado de un mundo que vive lejos de los centros institucionales y cerca de las zonas donde el Estado llega como rumor. De ahí que su performance política oscile entre el gesto desafiante (“no firmo cheques en blanco a nadie”) y la irreverencia performativa contestando en inglés una llamada en plena transmisión, mientras promete desde la eficiencia económica hasta eventos tuning de autos frente a La Moneda: un repertorio que la elite mira con incomodidad estética, pero que los votantes de Parisi leen como la primera señal de que alguien los toma en serio.

Si se regresa a ese informe de 2002 del PNUD liderado por los sociólogos Norbert Lechner y Pedro Güell, aparece un perfil cuya actualidad sorprende. Mediante análisis multivariados de clústeres, el estudio identificó hace 20 años un tipo de sujeto que vivía la modernización con una mezcla de ambición y sospecha: orientación fuerte a la autonomía personal, confianza institucional baja, y un modo de relación con la sociedad “al margen o en oposición” a ella (PNUD 2002). Aún no era un electorado definido, pero ya era un personaje reconocible: un híbrido entre desapegados y críticos, alguien que creía en el valor de las reglas comunes, aunque intuía que casi nunca jugaban a su favor.

El problema no es descifrar quién es Franco Parisi, sino reconocer al electorado que lo sostiene: un mundo social que ya estaba dibujado cuando el PNUD identificó a esos sujetos que combinaban autonomía férrea, desconfianza persistente y una relación más bien instrumental con las instituciones. Los votantes Parisi no buscan que la política les ofrezca pertenencia, sino que deje de hablarles como si la necesitaran, ellos consideran que mientras “los mismos de siempre” insisten en interpretar el país desde arriba, es decir desde los marcos ideológicos que han ordenado la conversación por décadas, este electorado quiere que se hable desde el terreno donde se juega la vida cotidiana: esfuerzo propio, incertidumbre económica, reglas que se cumplen sin que el sistema siempre les devuelva la mano. Ahí se abre la grieta, a saber: cuando ese alguien repite “ni facho ni comunacho”, no está negando la política, está rechazando la obligación de entrar en un conflicto que nunca sintió suyo. Si la política tradicional opera como un megáfono que solo amplifica a quienes ya están dentro, para este electorado el voto no es súplica ni protesta: es el intervalo excepcional en que se les concede hablar con su propio vocabulario, sin deberle fidelidad a nadie. El voto no es grito sino un turno concedido.

La serie posterior de informes solo agudizó esa intuición. La forma de relacionarnos (PNUD 2009) mostró vínculos más defensivos, marcados por la necesidad de protegerse incluso de quienes antes se consideraban parte de un “nosotros”. Desiguales (PNUD 2017) dio el paso decisivo: allí la desigualdad apareció no solo como estructura, sino como experiencia moral, trato desigual, discrecionalidad, humillación cotidiana, nociones que más tarde recibirían desarrollo conceptual propio (Araujo 2019). Y cuando en Diez años de transformaciones culturales (PNUD 2022) se volvió sobre el ciclo 2010-2020, la tensión quedó al descubierto: junto a los nuevos repertorios de politización, persistía un grupo significativo que seguía desconfiando de partidos, congreso y gobierno, que evitaba cualquier etiqueta ideológica y que vivía la política como un ruido de fondo, tolerable solo cuando no quedaba alternativa.

Ese grupo siempre existió, aunque no participara. De hecho, ya en 2022 las encuestas mostraban que, al pedirles ubicarse en la escala ideológica 1-10, tendían a instalarse en el 5. No por moderados, sino porque rechazaban el juego mismo de la clasificación. Afirmaban “ni de izquierda ni de derecha” mientras declaraban que “ningún partido me representa” o que “la política no sirve para nada” (Criteria 2025). Ese 5, leído con cuidado, no expresaba centrismo: expresaba distancia.

La elección de 2025 solo activó el mecanismo que faltaba: inscripción automática, voto obligatorio y multas efectivas. La participación superó el 82%, obligando a votar a quienes llevaban décadas fuera de las urnas. Y entonces apareció, nítido, el mapa: Parisi se movió con holgura en las cuatro regiones del norte chileno, territorios donde el Estado llega tarde, las economías son extractivas de la minería y la convivencia cotidiana se mueve entre migración tensionada, informalidad y externalidades ambientales. En la Región Metropolitana, su bastión simbólico fue La Pintana, una comuna a la que las instituciones suelen recordar solo cuando hay cámaras cerca. Los votantes Parisi bajo el voto voluntario, es probable que simplemente no votaran.  

La elección de 2025 simplemente activó un mecanismo. Inscripción automática, voto obligatorio y multas efectivas hicieron lo que la política no había logrado en dos décadas: traer a las urnas a quienes habían permanecido fuera del padrón efectivo. La participación superó el 82% y, con ello, el mapa se volvió nítido. Parisi se movió con holgura, fue primera mayoría en las cuatro regiones del norte de Chile, un corredor marcado por economías extractivas, servicios públicos intermitentes y una vida cotidiana atravesada por la migración, la informalidad y la precariedad ambiental. Entre la zona centro-sur, desde O’Higgins hasta La Araucanía, Parisi se instaló consistentemente como segunda fuerza, superando a Jara en Maule, Ñuble, Biobío y Araucanía, y solo detrás de Kast en territorios históricamente asociados al voto conservador. Esta regularidad regional desmiente la idea de un voto errático: compone un segundo eje electoral que atraviesa buena parte del país. En la Región Metropolitana, su señal más elocuente volvió a aparecer en La Pintana -su bastión simbólico desde 2021-, donde la distancia con la política institucional es casi un paisaje. Lo más probable es que estos mismos votantes, bajo el régimen de voto voluntario, simplemente no habrían votado; no por apatía, sino porque el sistema nunca se configuró pensando en ellos. El voto obligatorio los hizo legibles.

El electorado de Franco Parisi no pone su confianza en la política porque “el orden público” le es, desde hace mucho, un escenario de llegada tardía, ruido institucional y promesas incumplidas, como ha mencionado el sociólogo Aldo Mascareño. En consecuencia, ese votante no busca que el sistema lo incluya; busca que el sistema lo escuche, sin que se convierta en parte de la consigna oficial. Y cuando Parisi pronuncia “el duopolio” o “los mismos de siempre”, no está solo generando eslóganes: está ofertando una posición de visibilidad alternativa para quienes habitan la intersección entre el cumplimiento de las reglas y la sensación de haber sido excluidos de sus beneficios.

Desde 2013, Parisi había dado el gesto discursivo que este electorado necesitaba, la crítica al “el duopolio”, “los mismos de siempre”, en la economía, en la política, frases de campaña que leídas desde 2002 se erigen en la forma política de nombrar la distancia. Para quienes ven la política como un espacio donde siempre ganan los mismos, aunque cambien los logos, la palabra “duopolio” no describe el sistema de partidos: describe su experiencia moral. Ese es el punto que el análisis habitual pasa por alto. Lo que este electorado expresa no es volatilidad: es una subjetividad trabajada en dos décadas de modernización desigual. Su escala de valores no se define en la comodidad del eje izquierda/derecha, sino en marcas más elementales: respeto, reciprocidad mínima, honestidad básica. “Que cumplan lo que prometen”, “que no roben”, “que no se rían de nosotros”. En ese orden. La ideología aparece desdibujada, pero la brújula moral es precisa.

Su subjetividad política —esa mezcla de esfuerzo individual, sospecha institucional y memoria de arbitrariedades— está bien descrita por quienes han estudiado la individuación en Chile: individuos que hacen lo que se les pide, estudiar, trabajar, endeudarse, pero sienten que el sistema no cumple su parte del trato (Araujo y Martuccelli 2012). Esta no es la subjetividad del individualismo posesivo clásico; es la subjetividad de quien sobrevive en la fragilidad institucional y, al hacerlo, transforma la autonomía en una forma de autodefensa. Como diría el también sociólogo Peter Wagner, la agencia individual aparece, entonces, como práctica racional ante un orden que no garantiza estabilidad (Wagner 2008).

Su 20% no es ruido. Es la forma concreta en que una parte del país, una parte que ha vivido la desigualdad como arbitrariedad, la política como espectáculo ajeno, y la democracia como promesa intermitente, decide actuar cuando se ve obligada a votar. No se define como centro porque no quiere entrar en ese mapa. Su identidad política es la distancia.

La comodidad del análisis tradicional consiste en despachar este fenómeno como un “voto rabia” o un “populismo antisistema”. Pero reducirlo a eso o comprenderlo de ese modo sería negarse a leer la evidencia acumulada desde 2002 en perspectiva longitudinal. Este electorado no es un accidente, ni un algoritmo, ni un estallido emocional. Es un actor histórico, una manera chilena, silenciosa, desconfiada, castigadora de permanecer en la democracia sin dejarse absorber por su gramática. Seguir llamándolo “sorpresa” es, a estas alturas, solo una manera pulcra de no querer comprender.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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