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¿A quién le sirve realmente el Injuv?
Chile necesita una institucionalidad que evalúe con independencia y coraje: si algo funciona, que siga, o incluso que crezca; si no, que se reforme o se cierre. Financiar estructuras sin valor público solo perpetúa ineficiencia y desconfianza.
Si hoy desapareciera el Instituto de la Juventud (Injuv), nadie se daría cuenta. Nadie, salvo sus funcionarios y los partidos que lo usan de estacionamiento. Y eso en un país donde la plata no sobra, debería indignarnos.
Porque el Injuv no es un misterio técnico ni un problema de gestión: es un síntoma de una enfermedad más grande. Es un organismo que cuesta más de $9.000 millones al año y que usa el 80% de su presupuesto para pagar sueldos y financiar su operación. ¿Qué nos llega a los jóvenes? Nada. Si el objetivo es mejorar la calidad de vida de quienes tenemos entre 15 y 29 años, ese presupuesto alcanzaría para multiplicar por tres los Liceos Bicentenario existentes. ¿Qué mejor política para la juventud que educación de calidad? En cambio, estamos financiando sueldos y oficinas.
La irrelevancia del Injuv es tan evidente que la propia Comisión Asesora para Reformas al Gasto Público, cuyos integrantes se caracterizan tanto por su impecable reputación como por su transversalidad política, lo incluyó entre las instituciones cuya continuidad debe revisarse. No por ideología, sino porque no sirve. De hecho las pocas funciones que sí cumple, con lo poco que queda de presupuesto, se superponen con las de otros servicios: Sence en temas de empleo; Senda en prevención de consumo de drogas; Fosis en inclusión; la División de Organizaciones Sociales en participación ciudadana, entre otras.
Pero lo más brutal no es su ineficiencia, es para quién trabaja. Según el estudio Inside the Black Box (2024), publicado por cuatro académicos de la Escuela de Gobierno de la Universidad Adolfo Ibáñez, tras cada cambio de gobierno el Injuv pierde más del 30% de su personal. Es un lugar donde los equipos no rotan por los resultados de impacto de sus políticas públicas, sino que entran y salen al ritmo del ciclo electoral; como botín político.
Y el tema de fondo es el siguiente: el Injuv, como política pública para la promoción de materias “relativas a asuntos juveniles” , no ha sido evaluado en los últimos años. No se ha hecho de forma seria y decidida el ejercicio de analizar si esta institución cumple su propósito, si requiere reformas profundas, o incluso, si se debe eliminar.
La evaluación de programas y leyes no es el tema favorito de los candidatos, pero es fundamental. Sabemos que los recursos son escasos y aquellos que hoy se destinan a políticas públicas deficientes podrían ir a programas que realmente transformen vidas. Por lo demás, no estamos frente a un caso aislado, hay muchos Injuv en el Estado; organismos, regulaciones o procedimientos que se mantienen por inercia, que no benefician a quienes dicen y que postergan soluciones reales para la ciudadanía.
¿Qué hacer? Evaluar de verdad. Quitarle el piso a quienes usan estas instituciones como premios de consuelo. Evaluar revelaría si los recursos sirven realmente para cambiar la vida de las personas y le sube el costo a no hacer nada. Chile necesita una institucionalidad que evalúe con independencia y coraje: si algo funciona, que siga, o incluso que crezca; si no, que se reforme o se cierre. Financiar estructuras sin valor público solo perpetúa ineficiencia y desconfianza. En un Estado donde cada peso importa, lo más caro es lo que no funciona.
El Injuv es solo un ejemplo. Muchos programas dejaron de cumplir su propósito hace tiempo, pero siguen por inercia o conveniencia. No hacer nada también es una decisión política… y ese costo lo pagamos todos.
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