Opinión
Democracia en Chile: mucho voto, poco diálogo
El próximo gobierno, sea cual sea, administrará el Estado. Pero el rumbo sostenible del país no dependerá solo de La Moneda, sino de la capacidad que tengamos —como sociedad— de recomponer ese “nosotros” que se ha ido desdibujando.
Hoy, en la antesala de la elección de 2025, las preocupaciones del país son concretas y profundas: trabajo inestable, bajos salarios, cuidado precarizado, salud mental deteriorada, endeudamiento, dificultad para conciliar la vida familiar y laboral, inseguridades múltiples. Son problemas que, en un país donde lo colectivo se valora, se enfrentarían junto a otros, en el diálogo. Pero aquí parecemos creer que estos problemas comunes se enfrentan de manera puramente individual.
Cuando la asociatividad está debilitada, cuando no reconocemos una comunidad que escucha, acompaña o contiene, el terreno queda fértil para respuestas simplificadoras, facilistas y efectistas: promesas de orden inmediato, soluciones mágicas, discursos que reducen la complejidad social a un enemigo. Cuando no sabemos discutir con otros para encontrar soluciones, ponerse de acuerdo, disentir sin pelearse, la deliberación se empobrece y la política se empieza a volver un reflejo de ese aislamiento y deja de tener sentido. Cuando la vida cotidiana no dialoga con la experiencia de comunidad o de asociación, el miedo reemplaza al diálogo y al encuentro.
Hace más de una década venimos observando esta fragilidad. En algunas columnas hemos escrito de ello. En 2013 advertíamos que, a pesar del apoyo a las demandas estudiantiles, el país carecía de “estructuras asociativas capaces de convertir la fuerza callejera en proceso político”. En 2014 señalamos que la reforma educacional no solo se enfrentó a intereses políticos, sino también a “temores familiares que no tenían un espacio comunitario donde discutirse colectivamente”. En 2017 observamos que la búsqueda de orden reemplazaba al impulso transformador porque “las personas se encontraban cada vez más aisladas, sin redes para procesar el cambio”. Y en 2019 escribimos que el estallido fue una poderosa expresión de rabia y creatividad, pero “sin organizaciones ni asociatividad capaces de sostenerla en el tiempo”.
La pandemia desarmó la recomposición comunitaria que surgía desde los cabildos, y reforzó un repliegue hacia lo privado. Los dos procesos constituyentes que vinieron después confirmaron que, sin redes asociativas, sin espacios para conversar, ninguna reforma profunda puede sostenerse.
En el Chile de hoy la comunidad es entendida más bien como encierro: refugio cerrado, frontera afectiva que separa a los “míos” de los “otros”, respuesta defensiva al miedo y la incertidumbre. Esa comunidad existe, da seguridad momentánea, pero empobrece la experiencia social y reduce la vida colectiva a un adentro temeroso del afuera, a un nosotros pequeño, precario y frágil. La que en Chile está debilitada es la comunidad entendida como relación: como capacidad de asociarse para construir lo colectivo, como encuentro que permite enfrentar juntos los miedos y los problemas. Esa comunidad también existe, pero requiere vínculos, organización, tiempo, conversación, confianza. No se impone por decreto ni por diseño institucional: se cultiva.
La comunidad, en verdad, es siempre un poco de ambas cosas: refugio y conexión, cobijo y apertura.
Pero en tiempos donde predomina el miedo, solemos quedarnos solo con la primera. Y al hacerlo, la vida social se empobrece, se encierra dentro de la casa; y perdemos la segunda, que es la que permite sostener una democracia viva y una sociedad capaz de actuar colectivamente.
Aun así, no todo está perdido. En muchas partes del país se ve la lenta recomposición de lo asociativo: ferias barriales, organizaciones ambientales, redes de cuidado, espacios culturales, cooperativas de trabajo, escuelas que vuelven a conectarse con sus barrios. Son pequeñas, sí. Son fragmentarias, también. Pero son señales de que la reconstrucción de lo común surge cuando la institucionalidad no alcanza.
Las elecciones importan, por supuesto, pero la densidad comunitaria y asociativa de la vida social es aún más importante. No porque la comunidad reemplace a los individuos (no hay comunidad sin sujetos libres capaces de actuar autónomamente), sino porque la comunidad es el espacio donde la autonomía encuentra apoyo y donde la libertad individual aprende a construir entendimientos con otras libertades.
Allí donde la comunidad se vive como relación y asociatividad, donde los vínculos se construyen sin anular las diferencias, el populismo pierde terreno. Allí donde la comunidad se reduce a encierro, clausura o defensa, los atajos autoritarios se vuelven más seductores. Y allí donde no hay comunidad en absoluto, donde cada cual enfrenta solo sus miedos y precariedades, todo se vuelve incertidumbre, desconfianza y miedo.
El próximo gobierno, sea cual sea, administrará el Estado. Pero el rumbo sostenible del país no dependerá solo de La Moneda, sino de la capacidad que tengamos —como sociedad— de recomponer ese “nosotros” que se ha ido desdibujando. Si no fortalecemos la dimensión colectiva de la vida social y no la articulamos con la experiencia individual y familiar, seguiremos atrapados en un ciclo frágil que va de la protesta al encierro, de la esperanza a la indignación o lo peor, de la casa a la urna y de la urna a la casa. No se trata de reemplazar al individuo por la comunidad, sino de reconocer que, sin vínculos que sostengan, sin espacios donde conversar y actuar juntos, la autonomía se debilita, la democracia se vuelve precaria y las respuestas políticas —vengan de donde vengan— terminan siendo insuficientes. Chile votará en 2025, pero lo decisivo será lo que ocurra después: si somos capaces de reconstruir las tramas asociativas que permiten convertir el malestar en acción colectiva, el miedo en cooperación, y la incertidumbre en proyectos comunes. Solo ahí la política recuperará sentido y la vida social, densidad.
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