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Muros, rupturas y tratados: cómo se juegan Jara y Kast la política exterior chilena
Levantar muros y zanjas puede ofrecer una sensación de control inmediata, pero no sustituye la necesidad de cooperación policial y judicial con los vecinos ni resuelve por sí solo la presencia de organizaciones criminales que operan a escala regional.
Desde los años ’90, Chile se acostumbró a mirar su política exterior como un terreno relativamente protegido de la refriega doméstica. Hubo diferencias de énfasis, pero se mantuvo un marco reconocible: respeto al derecho internacional, solución pacífica de controversias, apertura económica profunda y un multilateralismo activo que permitía a un país mediano jugar por sobre su peso. En la última década, la agenda climática, oceánica y antártica añadió otra capa: un país “turquesa” que intenta convertir ciencia, medio ambiente y océano en activos de poder blando. Ese consenso, sin embargo, hoy se tensiona por la inseguridad interna, el crimen organizado transnacional, la crisis migratoria y una ciudadanía más escéptica respecto de las élites y las instituciones.
En este escenario surge una pregunta de fondo: ¿Cuál de las dos candidaturas en disputa, la de Jeannette Jara o la de José Antonio Kast, se ajustará mejor a lo que Chile necesita en materia de política exterior, considerando sus capacidades, sus compromisos y los costos concretos de las propuestas que están sobre la mesa? Más que anticipar una respuesta cerrada, el propósito de esta columna es ofrecer algunos criterios y elementos de juicio para que cada lector pueda evaluar por sí mismo qué proyecto le parece más razonable y practicable en el mundo que viene.
Una primera herramienta la ofrece el realismo neoclásico de Gideon Rose en su artículo Neoclassical Realism and Theories of Foreign Policy, de 1998. Rose sostiene que la estructura internacional —la distribución de poder, las amenazas, las interdependencias— fija un marco de posibilidades, pero que la política exterior concreta depende de cómo cada Estado filtra esas presiones a través de su política interna: instituciones, coaliciones, percepciones de amenaza.
Para un país como Chile, sin poder militar decisivo y con una economía muy abierta, ese marco implica varias cosas: no puede darse el lujo de prescindir del multilateralismo, necesita previsibilidad jurídica para sostener su red de tratados y requiere aliados para enfrentar problemas que no reconocen fronteras, como el crimen organizado, las pandemias o el cambio climático. Sobre esa base, lo decisivo no es solo qué promete cada candidato, sino cuánto se parece su programa a ese “marco duro” que el entorno impone.
Cuando uno mira el diseño que ha hecho el comando de Jara, aparecen señales de continuidad con esa tradición, pero también inflexiones importantes. Desde su equipo se ha planteado una estrategia de “no alineación” entre Estados Unidos y China, combinada con mayor cooperación regional, diversificación de proveedores de armamento y proyectos de conectividad como el corredor bioceánico de Capricornio para unir puertos del Atlántico y del Pacífico a través del norte de Chile.
La idea es ajustar la inserción chilena a un mundo más incierto sin romper con los pilares: seguir en los mismos foros, pero con más énfasis en Sudamérica, en la transición energética y en la diplomacia científica. Al mismo tiempo, Jara ha ido más lejos que el propio gobierno en temas como Gaza: tras la decisión de retirar agregados militares desde Tel Aviv, señaló públicamente que, si fuera presidenta, estaría dispuesta a suspender relaciones diplomáticas con Israel por la situación humanitaria en la Franja. Ahí se ve el lado más arriesgado de su enfoque: una política exterior fuertemente marcada por el lenguaje de derechos humanos, capaz de sostener decisiones costosas para subrayar principios, pero que impactaría de inmediato en áreas muy concretas de la estrategia de seguridad y desarrollo chilena.
Israel no es solo un socio político; es un proveedor relevante de sistemas de defensa, ciberseguridad, drones, radares y entrenamiento, además de un aliado en materias agrícolas y de innovación tecnológica. Romper relaciones supondría reordenar contratos de adquisición y mantención de equipos, buscar con urgencia nuevos proveedores para capacidades críticas, asumir eventuales sobrecostos por cambio de tecnologías y recalibrar alianzas en organismos donde Chile suele votar junto a países que consideran a Israel un socio estratégico. Es decir, no se trata solo de una señal ética, sino de una decisión con efectos inmediatos en el presupuesto de defensa, en la planificación de largo plazo de las Fuerzas Armadas y en la inserción comercial de sectores que se han apoyado en cooperación tecnológica israelí.
Kast se planta en un registro muy distinto. Su “Plan Escudo Fronterizo” propone convertir la frontera norte en el centro de la política exterior y de seguridad: vallas o muros de hasta cinco metros, zanjas, cercas electrificadas, sensores, cámaras y vigilancia con drones en los puntos críticos con Perú y Bolivia, más un despliegue reforzado de Fuerzas Armadas y policías y expulsiones aceleradas de migrantes en situación irregular.
El propio Kast ha presentado este paquete como una “declaración de soberanía” y ha buscado referencias en gobiernos europeos que han endurecido sus políticas migratorias. En esta visión, la acción externa se reordena en torno a la amenaza del descontrol fronterizo y del crimen organizado: menos tiempo político para discutir cambio climático o gobernanza oceánica, más recursos para infraestructura física, tecnologías de vigilancia y capacidades de expulsión.
La pregunta es si ese giro es viable institucional y presupuestariamente, y en qué condiciones. Levantar un sistema de barreras y vigilancia de alta tecnología a lo largo de tramos extensos y de geografía compleja implicaría inversiones de construcción y mantención que se cuentan en cientos de millones de dólares repartidos en varios ejercicios presupuestarios, en un contexto donde Carabineros y la PDI ya operan con dotaciones tensionadas y donde las Fuerzas Armadas tienen mandatos definidos constitucionalmente para el empleo en tareas de orden público. Además, para que cualquier esquema de control funcione de verdad, Chile necesitaría acuerdos operativos profundos con las policías y fuerzas armadas de Perú y Bolivia para intercambio de información, persecución inmediata y coordinación en pasos fronterizos. Hasta ahora, el discurso del “Escudo Fronterizo” enfatiza la respuesta unilateral —muros, zanjas, expulsiones— mucho más que la construcción de esos mecanismos de cooperación, pese a que sin ellos la eficacia real del plan se vuelve discutible.
En términos de teorías de las relaciones internacionales, el texto de Roberto Patiño Neorrealismo y Neoliberalismo en las Relaciones Internacionales. Posibilidades de acercamiento y evolución (2017) ayuda a entender estas diferencias. Patiño recuerda que el neorrealismo parte de la anarquía internacional y se muestra escéptico frente a la cooperación, concentrado en la seguridad y en evitar que otros Estados obtengan ventajas relativas. El neoliberalismo institucional, en cambio, acepta la anarquía pero sostiene que las instituciones y regímenes internacionales pueden facilitar acuerdos duraderos, reducir la desconfianza y maximizar beneficios absolutos.
En esa clave, el discurso de Kast se parece a un neorrealismo cargado de securitización: el Estado como actor casi exclusivo, la frontera como línea roja, los organismos internacionales vistos con sospecha cuando parecen limitar la autonomía nacional. El de Jara se acerca a una versión progresista del neoliberalismo institucional: apuesta a instituciones, acuerdos y regímenes para gestionar interdependencias en comercio, clima y migración, y procura diversificar socios sin romper con la lógica de reglas.
La cuestión, al final, es cómo se cruzan esas lógicas con las capacidades reales del Estado chileno y con los intereses de largo plazo del país. Cerrar una embajada o romper relaciones en un conflicto lejano puede reforzar un relato ético, pero también dejar espacios abiertos que otros ocuparán en materia de seguridad y tecnología.
Levantar muros y zanjas puede ofrecer una sensación de control inmediata, pero no sustituye la necesidad de cooperación policial y judicial con los vecinos ni resuelve por sí solo la presencia de organizaciones criminales que operan a escala regional. La pregunta que queda sobre la mesa no es solo con cuál diagnóstico se identifica cada lector, sino cuál de estos enfoques considera que aprovecha mejor las fortalezas de Chile —su tradición de respeto al derecho internacional, su capacidad negociadora, su experiencia en comercio y en gobernanza ambiental— y administra con más realismo sus limitaciones de poder duro y de recursos fiscales.
Esta columna no pretende cerrar el debate ni ungir a una candidatura como la “correcta” en política exterior. Sino poner sobre la mesa algunos datos, medidas y marcos analíticos que ayudan a ordenar la discusión: el tipo de mundo en el que Chile se mueve, los instrumentos de que dispone, los costos de las promesas y el modo en que cada proyecto los mira.
A partir de ahí, el juicio es del lector: decidir qué combinación de seguridad, reglas, desarrollo y medio ambiente le parece más razonable para un país que sigue siendo pequeño en términos de poder militar, pero que ha demostrado que, si cuida sus instituciones y su reputación, puede seguir jugando un papel mayor al que su tamaño sugiere.
- El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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