Opinión
El peso de inspirar sin pedirlo
la Teletón, nuestra fábrica nacional de inspiración. Una maquinaria emocional que transforma cada historia de vida en una curva de redención: sufrimiento, esfuerzo, logro, aplauso. Cada persona, un guion. Cada cuerpo, una lección.
Estos días estamos prestos a vivir un nuevo Día Internacional de las Personas con Discapacidad y de una nueva versión de Teletón; en ese contexto, me vino un recuerdo de un día cualquiera. Esa jornada, estábamos con mi señora conversando dentro del ascensor de un mall en Viña del Mar. Yo andaba con dinero para pagar el estacionamiento, o eso pensaba. Mi pareja me pregunta: “José, ¿tienes la billetera?”, y le digo que no, que se me quedó en el auto. En ese momento, una señora se acerca, toma las manos de Denisse —mi compañera de vida— y le entrega discretamente un papel minúsculo. Denisse lo abre: veinte mil pesos.
No pedimos ayuda. No dijimos que no teníamos cómo pagar. Solo intercambiamos una frase entre pareja, como cualquiera. Pero bastó ese instante para activar un reflejo que ya me resulta demasiado familiar: la caridad automática, la emoción apresurada, el impulso de “hacer algo por el pobre discapacitado”. No nos preguntaron si necesitábamos ayuda. Asumieron.
Este tipo de situaciones no son extrañas para quienes vivimos con alguna discapacidad. Y tampoco son nuevas. Lo que no deja de inquietar es que, por más que avanzamos en leyes, derechos y participación, la cultura dominante sigue viéndonos no como ciudadanos, sino como símbolos. Como fuentes de inspiración. Como lecciones de vida ambulantes.
La historia está llena de gestos como el de aquella señora: probablemente bien intencionados, sin duda movidos por algo que ella interpretó como necesidad. Pero lo que incomoda no es el dinero, ni siquiera la intervención. Es el trasfondo. La creencia, muy arraigada, de que si tienes una discapacidad, entonces siempre necesitas algo. Que vives al borde del derrumbe, y que cada uno de tus gestos cotidianos —ir al banco, comprar pan, tener una discusión— son proezas que merecen ovación.
Teletón y su reflejo
Y aquí entra una reflexión inevitable: la Teletón, nuestra fábrica nacional de inspiración. Una maquinaria emocional que transforma cada historia de vida en una curva de redención: sufrimiento, esfuerzo, logro, aplauso. Cada persona, un guion. Cada cuerpo, una lección.
Reconozco —y es justo hacerlo— el valor que tuvo la Teletón en su momento. Fue clave para instalar la discapacidad en el mundo mediático. Le dio visibilidad a realidades que antes eran silenciadas o negadas, y movilizó recursos en un país donde el Estado no llegaba. Pero también dejó un efecto secundario que todavía arrastramos: homogenizó la discapacidad, especialmente en torno a la movilidad reducida, dejando fuera muchas otras experiencias, voces y formas de existir.
La imagen predominante que instaló la Teletón —el niño con silla de ruedas, el joven que camina después de la operación, la madre emocionada— se convirtió en el estándar emocional del imaginario colectivo. Y todo lo que no encaja en ese molde queda, en el mejor de los casos, invisibilizado; en el peor, invalidado. Personas con discapacidad psicosocial, intelectual, sensorial, autistas o neurodivergentes simplemente no aparecen, o aparecen bajo estereotipos aún más reduccionistas.
Hoy, en plena era digital, ese discurso se ha multiplicado. Los videos de superación, los reels de inspiración y las historias de “si él puede, tú también puedes” replican el mismo guion de siempre. La discapacidad convertida en contenido motivacional.
Inspirar, entonces, ya no es una consecuencia: es una exigencia cultural. Si tu discapacidad no conmueve, no califica. Si no puedes contar una historia que termine en superación, no hay espacio en pantalla. Así, el cuerpo con discapacidad queda capturado por un relato único, útil para recolectar fondos, pero poco útil para fomentar derechos.
Y mientras ese relato sigue operando, quienes vivimos con discapacidad seguimos habitando un espacio simbólico que no elegimos. Uno donde ser “admirable” es más cómodo para los demás que reconocernos como iguales. Donde se nos admira para no tener que incluirnos realmente. Donde se aplaude nuestra existencia, pero no se cambia la estructura que nos margina.
Tal vez la inclusión real empiece ahí: cuando dejemos de aplaudir la existencia de las personas con discapacidad, y empecemos a escucharlas con la misma normalidad —y complejidad— con la que escuchamos a cualquier otra persona. Cuando dejemos de tratarlas como ejemplos, y empecemos a verlas como lo que ya somos: personas, a secas.
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