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La Nación Gate II: el comienzo del club privado Del blanqueo tributario a la caza de las acciones de Radio Nacional

La Nación Gate II: el comienzo del club privado

Alejandra Matus
Por : Alejandra Matus Periodista e investigadora, autora del Libro Negro de la Justicia Chilena. Ex directora de la revista 'Plan B'.
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A fines de 1989, un par de anónimos dirigentes sindicales impidió la inminente privatización del periódico, cuyo decreto Pinochet ya había firmado. Las primeras reuniones del directorio en democracia fueron el escenario propicio para que estrecharan amistad dos de los abogados que hoy conforman Colliguay S.A., la poderosa sociedad controladora de la empresa: el entonces representante de los títulos del fisco y presidente del directorio, Raimundo Valenzuela (PS), y Enrique Alcalde Undurraga (UDI), seguidor del Opus Dei. Esos también fueron los años que entraron a escena Enrique Correa y Eugenio Tironi.


Pedro Guzmán y Carlos Ponce no se conocían de jóvenes, pero sus historias son parecidas: en 1973 eran partidarios de Allende y dirigentes sindicales en empresas metalúrgicas. El Golpe de Estado los obligó a esconderse. En cuanto tuvieron suficiente libertad de movimiento, llegaron a trabajar a La Nación gracias a gestiones de parientes. Allí se sumergieron en tareas menores, sin hablar del pasado. Guzmán partió barriendo y Ponce acarreando papel en la imprenta del diario, que entonces estaba en el mismo edificio que hoy ocupa, frente a La Moneda.

Cuando el paso del tiempo alivianó el miedo, Guzmán y Ponce resurgieron como dirigentes sindicales. Guzmán llegó a ser presidente del sindicato No.1 de funcionarios y administrativos de La Nación y el Diario Oficial que, al comienzo de la década de los 80, tenía unos 300 miembros. Ponce hizo carrera en el otro sindicato poderoso, el No 2, que agrupaba a 200 operarios de imprenta y producción. Un tercer sindicato representaba al escuálido equipo periodístico y, más tarde, aparecería un cuarto, cuando la empresa decidió convertir el Departamento de Transportes en una empresa de distribución separada, que hoy se llama Vía Directa.

Por su fuerza, los sindicatos de Guzmán y Ponce eran los dominantes. Su preocupación central era la mantención de la fuente laboral, que siempre asociaron a la defensa del carácter estatal del diario. Aunque entonces lo ignoraban, a Guzmán y Ponce les tocaría jugar un papel clave en el futuro de la empresa.

Pinochet, “rosadito”

“En los años 70 el diario era un desastre”, recuerda Pedro Guzmán. “Había un director que se declaraba abiertamente nazi. Con suerte, se vendían mil ejemplares en todo el país. Las bodegas estaban repletas de diarios sobrantes”.

“Me acuerdo de que los periodistas venían a los talleres para asegurarse de que Pinochet siempre apareciera rosadito en las fotos“, agrega.

Ponce, quien todavía es dirigente sindical en La Nación, lo confirma: “Una vez retiraron una edición completa de los quioscos porque Pinochet aparecía saludando con la mano izquierda”.

En los años 80, en un salón privado, a un costado del casino donde almorzaban los trabajadores, se reunían cotidianamente funcionarios de gobierno con personajes que llegarían a ocupar destacadas posiciones en la UDI: “Jaime Guzmán, Pablo Longueira y Francisco Javier Cuadra venían a almorzar aquí“, relata Ponce.

Las primeras batallas sindicales en el diario las dieron Guzmán y Ponce contra el gerente general Miguel Bejide, quien, en cuanto asumió la conducción económica del diario, comenzó a despedir trabajadores.

En lo editorial, Bejide trajo al argentino Héctor Vega Onesime, quien creó la revista Triunfo, donde trabajaron Aldo Schiapacasse y Carlos Pinto. Era la época de furor del fútbol y la Polla Gol también se imprimía en La Nación.

Guzmán asistía a las juntas de accionistas en representación de las 40 acciones preferentes que tenía su sindicato. Su voto no tenía poder para decidir nada, pero sí para observar. “En esas reuniones se trataba, principalmente, el aumento de las dietas y gastos de representación de los miembros del directorio”, recuerda.

“Una vez se me acercó Juan Jorge Lazo, que era el presidente del directorio, y me dijo: ‘Oye, ¿ustedes por qué tienen acciones? Este diario nunca va a ganar plata, ¿por qué no me las venden?‘ Yo le respondí que no era por las ganancias, sino porque nos interesaba estar al tanto de las decisiones que se tomaban sobre el diario. Pero él insistió: ‘Si un día cambian de opinión, hablen conmigo’, me dijo”, agrega Guzmán.

Hacia finales de los 80 la dirección del diario estaba en manos del abogado Orlando Sáenz de Santa María, quien, a su vez, era asesor de Segunda Comisión Legislativa de la Junta de Gobierno.

“Fue él quien nos abrió los ojos de lo que venía”, recuerda Guzmán. Después de la derrota en el plebiscito de 1988, Pinochet había decidido privatizar el diario. “Sáenz nos dijo que era algo que estaba decidido”, relata Guzmán, “que no había nada que pudiéramos hacer para evitarlo”.

Reunión en La Moneda

Guzmán y Ponce se alarmaron ante la posibilidad de que el diario fuera privatizado. Significaba que sus asociados podían perder sus puestos de trabajo a meses de que asumiera el nuevo gobierno democrático, en el que ambos dirigentes tenían cifradas sus esperanzas. Guzmán y Ponce, a esas alturas, ya habían hecho vínculos con líderes concertacionistas. Se reunieron en secreto con Enrique Krauss y Jorge Burgos, los encargados de las comunicaciones en la Democracia Cristiana.

Krauss entendió la gravedad del asunto, pero les dijo que la coalición, pronta a asumir el gobierno, no podía hacer nada para estropear los planes de Pinochet. “Más bien confiamos en que a ustedes les vaya bien en sus gestiones. Estamos en sus manos”, les respondió, según recuerda Guzmán.

Los dirigentes decidieron entonces pedir una reunión al secretario general de gobierno, Cristián Labbé, el actual alcalde de Providencia. Este los comunicó con uno de sus asesores, un coronel de Ejército, quien los recibió el 10 de octubre de 1989, en La Moneda.

Guzmán recuerda que, antes de entrar en materia, el coronel los amenazó: “Yo tengo un buen sistema para enderezar a los sindicalistas”, les dijo. Luego, cuando le plantearon su preocupación por la posible privatización del diario, el coronel respondió: “Si mi general lo quiere privatizar, lo va a hacer, pero no está en los planes”.

Los dirigentes volvieron al diario y, ese mismo día, cuando se reunían con sus asociados para darles noticias tranquilizadoras, un auxiliar llegó corriendo con la copia del proyecto de ley recién firmado por Pinochet: el Diario Oficial sería traspasado al Instituto Geográfico Militar, dependiente del Ejército, y el diario La Nación sería entregado a Corfo, para su venta.

A pasos de La Nación y La Moneda, en La Copucha (la oficina de prensa de Palacio), Labbé les había entregado a los periodistas una copia de la propuesta que decía:

“Proyecto de ley que tiene por objeto permitir la enajenación de la Empresa Periodística La Nación S.A., transfiriendo el 60,9 por ciento de su actual capital accionario, de propiedad del Fisco y Radio Nacional de Chile, a la Corporación de Fomento de la Producción. Por otra parte, se encomienda la edición y publicación del Diario Oficial al Instituto Geográfico Militar”. (En el apuro, los redactores del proyecto habían cometido un error: el porcentaje de esas acciones correspondía al 80,9 por ciento).

El proyecto, de sólo cinco artículos que cabían en una página, determinaba, además, que La Nación S.A. recibiera una indemnización de mil millones de pesos, que debían utilizarse en el pago de deudas.

Guzmán y Ponce sabían que La Nación sin el Diario Oficial no iba a sobrevivir y que ese proyecto de ley era un presagio de despidos colectivos inminente. Nuevamente apelaron a sus conocidos en la Concertación, y alguien los puso en contacto con el abogado Alejandro Hales. El les sugirió un plan de acción inmediata: hablar con los comandantes en jefe de las demás ramas de las Fuerzas Armadas, pues el decreto de Pinochet necesitaba la aprobación de la Junta de Gobierno, donde cada institución tenía un voto.

“En ese intertanto, Orlando Sáenz de Santa María nos llamó a su oficina. Nos propuso que nos resignáramos ante lo inevitable. Nos dijo: ‘Si el tema es plata, yo puedo destinar 49 millones de pesos, para cada uno de ustedes, en compensación por los perjuicios que puedan tener… ¿Ah?, pero que esto quede entre nosotros’.

Yo me levanté de mi asiento y le grité: ‘Me dai asco conchetumadre’ y Pedro y yo salimos de la oficina”, relata Ponce.

Con la ayuda de una periodista del diario, los dirigentes consiguieron una reunión con el comandante en jefe de la Fuerza Aérea, Fernando Matthei. Guzmán dice que se sorprendió de ver que Sáenz de Santa María estaba en el despacho del general. Era su asesor jurídico.

Matthei nos escuchó atentamente. Él se dio cuenta que traspasar el Diario Oficial al Instituto Geográfico Militar era entregárselo al Ejército y por qué iba a hacerlo, si la Fuerza Aérea también tenía imprenta. Nos preguntó cuánto generaba el Diario Oficial. Le respondimos que, en millones de pesos, era un monto equivalente a lo que generaba El Mercurio en publicidad“, relata Guzmán.

Ponce recuerda: “Nos dijo literalmente que no estaba de acuerdo con el proyecto de La Moneda porque era ‘un robo’. Nos aseguró que él votaría en contra. Con su voto era suficiente para abortar el proyecto, pero, como no quería estar solo en esa decisión, él mismo nos consiguió una reunión con el general Rodolfo Stange, integrante de la Junta por Carabineros”.

Mientras esperaban el resultado de sus gestiones, los sindicalistas recibían mensajes anónimos: “¡Comunistas de mierda!, ¡Igual nos vamos a quedar con el diario!”. Sus compañeros de trabajo los acompañaban a tomar la locomoción cuando salían del trabajo, para asegurarse de que no les pasara nada.

En diciembre, poco antes de las elecciones presidenciales, la Junta de Gobierno rechazó el decreto de Pinochet con los votos de Matthei y Stange.

La Moneda chica

Pedro Guzmán y Carlos Ponce se ganaron el respeto de las nuevas autoridades concertacionistas, quienes no se cansaban de felicitarlos.

Después de que Patricio Aylwin ganó las elecciones de 1989, Guzmán y Ponce fueron invitados a “La Moneda chica”, una oficina ubicada en Almirante Simpson, muy cerca de la Plaza Baquedano, donde los equipos de la Concertación se preparaban para tomar el gobierno. Allí se reunieron con el futuro ministro secretario general de Gobierno, Enrique Correa.

“Correa nos dijo que tenían un montón de problemas para hacerse cargo del diario, pues las autoridades salientes no les querían dar ninguna información. Nosotros nos comprometimos a ayudarlos, para que pudiera asumir el nuevo equipo el 11 de marzo. Nosotros estábamos esperanzados en lo que venía”, recuerda Ponce.

Poco después, los dirigentes fueron convocados por el hombre que iba a ocupar el cargo de presidente del directorio: el abogado Raimundo Valenzuela. Oriundo de Curicó, Valenzuela militó desde su juventud en la Democracia Cristiana. En los años 70 se fue del partido con los dirigentes que formaron la Izquierda Cristiana y, a finales de los 80, Valenzuela se integró al Partido Socialista, junto al grupo de la IC liderado por Luis Maira.

 

En los 80, Raimundo Valenzuela, a quien sus amigos llaman “El Huaso”, se convirtió en el representante en Chile de la socialdemocracia alemana, a través de la Fundación Friedrich Ebert. Desde allí, gestionó fondos que se destinaron a las revistas opositoras, como la Revista Análisis, y a la campaña por el No, en el plebiscito de 1988.

“Una día Valenzuela nos citó en las oficinas de la Fundación Ebert, en calle Los Leones. Recuerdo que el encuentro se produjo el Día Internacional de la Mujer, el 8 de marzo. Ahí nos presentó a Myriam Fliman, quien venía del Fortín Mapocho y se iba a convertir en la gerente general del diario”, relata Guzmán.

Ponce agrega: “Nos dieron las gracias por lo que habíamos hecho para salvar el diario y nos dijeron que las cosas iban a cambiar. Igual que hizo Correa, Valenzuela y Fliman nos pidieron colaboración. Cuando llegaron a tomar sus puestos el 11 de marzo, nosotros les hicimos entrega del diario, porque los que estaban antes habían partido, dejando todo tirado”.

Al asumir el Gobierno, el ministro Correa recorrió el diario acompañado de Valenzuela y, en el casino, junto a Abraham Santibáñez, se reunió con los trabajadores. Hubo promesas y discursos. Uno de los invitados, Alejandro Hales, brindó por el coraje de los dirigentes que habían impedido la venta del diario y que permitían el nacimiento de un nuevo medio para la democracia. El eco de los emocionados aplausos retumbó en las paredes del casino.

Los planes para el diario

Pedro Guzmán, Enrique Correa, Raimundo Valenzuela y Abraham Santibañez, en la reunión en que las nuevas autoridades del diario se presentaron ante los sindicatos.

Lo que los dirigentes ignoraban es que dentro de la Concertación también había opiniones a favor de privatizar el diario. Venían de sectores que consideraban innecesario que el Fisco tuviera un periódico que, por su naturaleza, siempre iba a cargar con el estigma de ser el diario del gobierno. Estos pensaban que lo mejor era venderlo.

Otra corriente opinaba que La Nación podía jugar un papel necesario en la redemocratización del país y fue la que finalmente se impuso en 1990 (aunque las tensiones entre ambas corrientes han seguido manifestándose hasta hoy). Al sector que creía que el diario tenía una misión pertenecía el hombre que Correa eligió, inicialmente, para conducir el periódico: el DC Felipe Pozo, quien había dirigido el exitoso proyecto del Fortín Mapocho. El subdirector sería el socialista Ismael Llona.

Ambos dirigieron reuniones de trabajo en “La Moneda chica”, en el verano de 1990, en las que se discutió la línea que debía seguir el diario. Pozo proponía que se distinguiera entre Estado y gobierno. Argumentaba que el diario pertenecía al Estado y no tenía la obligación de servir a los gobiernos de turno, sino que al país. Él pensaba que podía crearse un modelo de diario “público” que se convirtiera en un espacio de pluralismo, vinculado principalmente a las organizaciones sociales y sindicales.

“La idea era hacer un diario con un tono popular, como lo había sido el Fortín, que se apartara de las voces oficialistas y que contribuyera a reconstruir la sociedad civil”, recordó Pozo en una entrevista para este reportaje.

Aunque Pozo sabía que había un porcentaje de las acciones del diario en manos de privados, y que estos debían ratificar su nombramiento, ese asunto no era tema en el verano de 1990. El gobierno tenía confianza en que, en las condiciones políticas del momento, aún con la distribución accionaria heredada del régimen militar, podría controlar el directorio e imponer sus decisiones sin problemas.

Las dificultades para Pozo vinieron desde el propio seno de la Concertación. Y de su propio partido. Los periodistas agrupados en el Núcleo de Periodistas DC alegaron que ni Pozo, ni Llona tenían título profesional y tampoco pertenecían al Colegio de Periodistas. Pozo esgrimió en su favor que había tenido que abandonar los estudios en la Universidad Católica, cuando cursaba el último año de la carrera, por razones políticas, pero que, sin embargo, siempre había ejercido la profesión, había dirigido el Fortín, había editado la revista del Colegio de Periodistas y había sido secretario general del núcleo de periodistas DC. Pero nada de eso acalló las protestas gremiales.

 

Uno de los impulsores de la rebelión en su contra fue Waldo Mora Longa, quien tenía una hachita que afilar con Pozo: en 1987, Pozo -hoy periodista titulado- le negó el apoyo del Núcleo de Periodistas DC para postular a un cargo en el Colegio de Periodistas que, en aquellos años, era uno de los pocos espacios en que podía expresarse la política.

El Presidente Aylwin escuchó las quejas de los periodistas y le pidió a Correa que le presentara una terna para escoger al director de La Nación: esta incluía, además de Pozo, a Abraham Santibáñez e Ignacio González. Aylwin se inclinó por Santibáñez y entonces Correa le propuso que Pozo fuera el subdirector.

“Los planes eran que Santibáñez ejerciera la labor de representar al diario y que yo me hiciera cargo del equipo y del trabajo cotidiano. Nosotros dos nos reunimos y estábamos de acuerdo en la forma de trabajar. Incluso Santibáñez se fue de vacaciones y yo me quedé a cargo de los preparativos. Nos íbamos a ver de nuevo cuando nos tocara asumir”, relató Pozo.

Enrique Correa, junto a trabajadores de La Nación.

Sin embargo, el Colegio de Periodistas y los periodistas DC tampoco aceptaron esa fórmula y Pozo quedó definitivamente fuera. Correa le pidió a Pozo un nombre de reemplazo y éste propuso a Alberto Luengo, quien venía llegando de España y cumplía con el requisito de ser periodista titulado. El gobierno quería un periodista que representara la sensibilidad DC en la dirección del diario y otro, que representara al mundo socialista, pero que ninguno tuviera militancia activa. Santibáñez y Luengo cumplían con los requisitos.

Los nuevos directivos no se conocían y apenas alcanzaron a ponerse de acuerdo en lo que iban a hacer el 11 de marzo, cuando les tocó asumir el cargo.

Mucho más afiatado estaba el equipo administrativo que se hizo cargo del periódico ese mismo día: el presidente del directorio, Raimundo Valenzuela; la gerente general, Myriam Fliman; y el subgerente Sergio Granados. Florencio Ceballos, un abogado DC, íntimo amigo de Valenzuela, tomó la dirección del Diario Oficial. Ambos se conocieron cuando trabajaban en Odeplán, bajo el gobierno de Eduardo Frei Montalva, en los tiempos en que Valenzuela todavía era DC.

El nuevo directorio

Cuando los nuevos equipos tomaron control de La Nación, el patrimonio de la empresa era negativo y su operación, deficitaria, principalmente porque la empresa arrastraba una enorme deuda tributaria y previsional, que la tenía al borde de la quiebra, y que los cuantiosos ingresos que aportaba el Diario Oficial no alcanzaban a cubrir.

En marzo de 1990, en una Junta Extraordinaria de Accionistas, el Fisco nombró a sus nuevos representantes en el directorio: Jorge  Donoso (DC) y Amador Navarro (PR). Ambos se unieron a Raimundo Valenzuela (PS), quien, de antemano, se había erigido como el presidente del organismo colegiado.

En conjunto, los nombramientos respetaban la lógica de los equilibrios en la coalición gobernante. Pero, además, había otros lazos: Donoso era un hombre muy cercano al ministro Correa y Navarro, amigo de Valenzuela.

En tanto, en la representación de las acciones preferentes, se daba una situación extraña. El último presidente del directorio de la dictadura, Juan Jorge Lazo, figuraba como el dueño personal de las acciones que bajo el régimen se habían comprado a la sucesión Herud y a Juan Ignacio García, a su nombre.

En total, Lazo poseía más de 17 acciones preferentes, con las que tenía garantizado un asiento en el directorio. Tras el cambio de mando, el abogado le pidió a un antiguo amigo suyo que lo representara en esa tarea. Se trataba del abogado Enrique Alcalde Undurraga, quien había cumplido algunas tareas en Televisión Nacional por mandato de Lazo, cuando éste trabajaba en el Ministerio Secretaría General de Gobierno.

El otro paquete de acciones preferentes, en condiciones de nombrar al quinto miembro del directorio, continuaban en poder de Radio Nacional. Como presidente del directorio de esa emisora había asumido Eugenio Tironi, quien fue nombrado, bajo el gobierno de Aylwin, como director de la Secretaría de Comunicación y Cultura, Secocu, y dependía del ministro Correa.

No obstante, en el directorio de Radio Nacional, se sentaban, además, los representantes de cada una de las ramas de las Fuerzas Armadas. Por lo tanto, siguiendo la política de los consensos que guiaba las acciones del primer gobierno de la transición y probablemente para evitar conflictos en la administración de Radio Nacional, se optó por proponer que un hombre de derecha representara a Radio Nacional en el directorio de La Nación.

El escogido fue el abogado Juan Yrarrázaval, quien desde 1984 trabajaba para La Nación. Este era el hombre que, entre otras funciones, daba forma legal a los acuerdos del directorio.

“No sé por qué, pero los nuevos integrantes del directorio de La Nación estaban empecinados en que Yrarrázaval fuera ratificado por la Junta de Accionistas en forma unánime. Y yo, como representante de las 40 acciones de nuestro sindicato, no estaba de acuerdo. Yo había sido testigo de su comportamiento en las reuniones en que los directores se subían las dietas y no estaba dispuesto a apoyarlo”, recordó Pedro Guzmán.

Raimundo Valenzuela citó a Guzmán para hablar de este tema en su oficina. “Me dijo que yo estaba equivocado con Yrarrázaval, que ese abogado era un hombre de izquierda. Incluso afirmó que era pariente del cura Rafael Marotto para convencerme de que votara por él, pero yo no lo hice”, relató el ex dirigente sindical.

El nuevo directorio, con Valenzuela a la cabeza, y compuesto por Jorge Donoso, Amador Navarro, Enrique Alcalde y Juan Yrarrázaval se mantuvo así hasta 1992.

La alegría llegó

En los primeros dos años del periódico, el rostro de La Nación cambió. Los temas sobre violaciones a los derechos humanos que se habían omitido por 17 años, se tomaron la portada del periódico.

“Para los trabajadores, hubo una cierta mejoría al comienzo: creamos un Departamento de Bienestar, que era un anhelo largamente postergado de los trabajadores. También contribuimos a identificar a gente que había trabajado en los servicios de inteligencia y que estaba enquistada en el diario, recibiendo sueldo”, recuerda Guzmán.

“Pero poco a poco empezaron a pasar cosas raras. Prácticas que creíamos se habían terminado con el régimen militar, comenzaron a aparecer. Echaban gente que había trabajado toda una vida en el diario, para reemplazarla por otra que era amiga de las nuevas autoridades. En la administración se multiplicaron los cargos innecesarios para pagar favores políticos. Los cócteles y recepciones eran apoteósicos, y después nos decían que nuestras condiciones laborales no podían mejorar porque la empresa era deficitaria. Hablar con el ministro Correa, para denunciar estos hechos, se hizo cada vez más difícil“, relata el ex dirigente sindical.

Con el correr de los años, el sindicato de Guzmán se fue reduciendo en cantidad de asociados, hasta que trabajadores contratados bajo la nueva administración lo sacaron de la directiva.

Un club de buenos amigos

Las reuniones del primer directorio en democracia del diario La Nación, fueron el escenario propicio para que estrecharan amistas dos abogados con ideas políticas adversas: el PS representante de las acciones del Fisco y presidente del directorio, Raimundo Valenzuela, y el UDI Enrique Alcalde Undurraga, seguidor del Opus Dei, representante en el directorio de 17 mil acciones de Lazo.

En la actualidad, Alcalde es considerado un sabueso para detectar buenos negocios. En su curriculum figuran dos brillantes perlas: la representación en Chile de la española Sacyr, la constructora que se ha adjudicado la concesión de 620 kilómetros de nuevas carreteras bajo los gobiernos de la Concertación, incluida la renovación de la Ruta 68, la Autopista Vespucio Sur y el proyecto de unir Vitacura con el Valle de Chacabuco.

Y su participación en Soprole:

A mediados de los años 80, Enrique Alcalde y su padre, (Enrique Alcalde Irarrázaval), recibieron una petición especial de su pariente Juan Luis Undurraga. Este, el dueño de Soprole, se casó tardíamente y tuvo un hijo con síndrome de Down. El temía que a su muerte, su esposa -de quien se había separado- le arrebatara a su hijo la fortuna que le dejaría en herencia, pues el niño no tendría cómo hacer valer sus derechos. Por eso, Undurraga le pidió a los abogados Alcalde, en quien confiaba plenamente, que idearan una fórmula para que, cualquiera fuera el destino de la empresa, sus intereses y los de su hijo quedaran a buen recaudo.

La familia Alcalde, católica y conservadora, propuso una fórmula infranqueable: crear una sociedad de derecho canónico, conformada por tres miembros cuyos nombres debían ser aprobados por el Arzobispado de Santiago, que sería la depositaria de las acciones de Undurraga.

Así se constituyó en 1986 la Fundación Isabel Aninat, que poseía el 43 por ciento de las acciones de Soprole. El directorio quedó integrado por el obispo Sergio Valech y los abogados Enrique Alcalde Irarrázaval y Enrique Alcalde Undurraga (luego Alcalde padre fue reemplazado por el arquitecto Juan Jaime Besa).

Las acciones de la Fundación Isabel Aninat son minoritarias en la empresa, pero gracias al diseño de un pacto de accionistas ideado por los Alcalde quedó con enormes ventajas frente a la socia mayoritaria -la empresa neozeladesa Fonterra-, que tuvo que enfrentar un proceso de negociación para hacer valer sus intereses que duró años y que recién culminó el año pasado.

Algo muy similar ocurriría en la Empresa Periodística La Nación S.A., con la llegada del abogado Enrique Alcalde al directorio.

Perdonazo silencioso

En febrero de 1991, mientras la mayoría de los funcionarios del gobierno de Patricio Aylwin disfrutaba de sus primeras vacaciones, se publicó en el Diario Oficial una ley que tendría enormes consecuencias en el futuro económico del diario La Nación: la ley de Condonación Tributaria Nº 19.041, que perdonó intereses y multas a deudores morosos y estableció premios, en descuentos, a los contribuyentes que se pusieran al día.

Gracias a la ley, el Fisco le perdonó a La Nación el pago de casi 1.400 millones de pesos, sobre un total de 1.700 millones, que la empresa adeudaba desde 1978. Es decir, con el pago de menos de 320 millones de pesos, La Nación blanqueó su deuda tributaria.

Un beneficio similar recibieron, al final de los años de la dictadura, El Mercurio y Copesa.

El perdonazo fiscal le permitió a La Nación modificar significativamente sus indicadores económicos y revertir el patrón de pérdida operacional, que había sido la regla hasta diciembre de 1990. En 1991, casi por primera vez desde que pasó a manos del Fisco, la Empresa Periodística La Nación S.A. generó utilidades.

Por lo tanto, su valor en el mercado debía subir automáticamente. Sin embargo, la buena nueva del perdonazo tributario se ocultó al conocimiento público y se mantuvo en secreto por casi un año.

Según consigna en un informe la auditora independiente Price Waterhouse, La Nación debió dar cuenta de su nueva condición financiera en el balance de 1990, agregando el perdonazo tributario en el acápite “Hechos Posteriores”, y no -como efectivamente ocurrió- en el balance de 1991.

Así lo dice el lenguaje de la empresa auditora:

“La sociedad ha dado reconocimiento en los resultados del ejercicio 1991 a los efectos de la condonación de impuestos obtenida en virtud de las disposiciones de la ley 19.041 (…) Los efectos de esta condonación debieron haber sido abonados a resultados en el ejercicio 1990”

Hasta las autoridades periodísticas del diario ignoraban que había existido tal condonación. Sin embargo, al menos dos hombres del directorio debían conocerla en todos sus detalles: el presidente, Raimundo Valenzuela, y el representante de Juan Jorge Lazo, Enrique Alcalde. Y debieron saberlo cuando, en septiembre de ese año, dieron pasos firmes y decisivos para entregar el control de la empresa a los accionistas privados y minoritarios.

Los quebrantos de Radio Nacional

En septiembre de 1991, mientras la gerencia de la Empresa Periodística La Nación aprovechaba la bonanza para cambiar las máquinas de escribir de la sala de prensa por computadores Apple, en Radio Nacional se vivían situaciones dramáticas.

El ministro secretario general de Gobierno, Enrique Correa, había persuadido al Presidente Patricio Aylwin de que era mala política mantener ese medio de comunicación, pues estaba total y definitivamente quebrado. Más valía venderlo.

El equipo periodístico se oponía a la idea y también se resistían la gerente general Myriam Fliman y la gerente de Finanzas, Norma Acevedo, quienes llegaron a la radio en marzo de 1991, a ocupar los mismos cargos que antes ocuparon en el Diario La Nación. Sin embargo, nada podían hacer para evitarlo, pues el gobierno había suspendido los subsidios con que había vivido la radio hasta 1990 y no había de dónde sacar fondos para pagar los sueldos.

A diferencia de La Nación, Radio Nacional era un medio de propiedad exclusivamente fiscal. Sin embargo, el gobierno de Pinochet la había dejado amarrada con un directorio conformado por los representantes de las Fuerzas Armadas. El gobierno de Aylwin sólo pudo nombrar al presidente de este Consejo Directivo y el cargo lo ocupó Eugenio Tironi, en su condición de director de la Secretaría de Comunicación y Cultura.

La desconfianza y el recelo eran mutuos. “Era una situación delicada”, recordó Tironi en una entrevista para este reportaje. “Ellos temían que nosotros investigáramos en el pasado de esta empresa y nos atribuían intenciones deleznables”, añadió.

Sin embargo, el directorio, pasando por sobre sus diferencias ideológicas, aprobó deshacerse con premura de los activos “prescindibles” de la radio, para obtener los flujos que le permitieran seguir operado, mientras se decidía su venta. Nadie quería ser acusado de despilfarrar los fondos fiscales en un elefante blanco.

“La Radio Nacional había sido parte de la megalomanía de Pinochet, en los tiempos en que quería competir con Radio Moscú. Radio Nacional tenía repetidoras en todo Chile, terrenos, una antena de enorme alcance, otras emisoras. Y por lo tanto era absolutamente infinanciable. Estamos hablando de una radio que no sólo no podía pagar sueldos. También debíamos el arriendo, agua, luz, teléfono y arrastrábamos una deuda previsional importante”, relató Tironi.

En eso estaban cuando, en septiembre de 1991, el abogado Enrique Alcalde, a quien Tironi no conocía, se le acercó y le dijo: “Sé que ustedes tienen un paquete de acciones en el Diario La Nación, que a mí me interesan. Les ofrezco 12 millones de pesos”.

Radio Nacional era propietaria de 11.440 acciones preferentes de la Empresa Periodística La Nación. Pinochet se las había entregado, cuando necesitaba el voto de su representante en el directorio para mantener el control total del diario oficialista.

Alcalde conocía la radio, pues bajo el régimen militar la asesoró como abogado. También se registra que prestó los servicios de su empresa Sociedad y Publicaciones Sociedad Anónima, aunque no hay constancia de que esos trabajos se hayan efectivamente realizado.

Nace Colliguay

Seis días antes de que Tironi informara al consejo directivo sobre esta oferta, el 4 de septiembre de 1991, nació a la vida legal la Sociedad de Inversiones Colliguay S.A. Fue creada por Enrique Alcalde, junto a dos funcionarios del gobierno de Patricio Aylwin: el DC Ricardo Halabí, quien en ese tiempo trabajaba en el Ministerio de Agricultura, y el PS Juan Cavada, empleado del Ministerio de Planificación, Mideplán.

Según da cuenta la escritura pública, cada socio aportaría un tercio del capital total, que era de apenas 6 millones de pesos: un millón al constituirse y el resto lo completarían en un plazo de tres años.

El economista Juan Cavada, el único que continuó en Mideplán por muchos años, como jefe de Planificación, Estudios e Inversión (actualmente es el jefe de la División de Planificación del Ministerio de Educación) era amigo del presidente del directorio de La Nación, Raimundo Valenzuela. Se conocían desde los años 60, cuando ambos estudiaron en la Universidad de Chile. Luego, trabajaron en Odeplán, bajo el gobierno de Eduardo Frei Montalva. Además, tienen similar trayectoria política: de la DC pasaron a la IC y de ahí, al Partido Socialista. Hacia 1991, a través de Valenzuela, Cavada había conocido también a Enrique Alcalde.

“No recuerdo si fue Raimundo o Alcalde quien me invitó a participar en Colliguay, pero fue uno de los dos. Lo que sí recuerdo fue la motivación que tuve para participar: corrían rumores de que el gobierno pretendía privatizar La Nación, y yo no estaba de acuerdo. Yo pensaba que, en el escenario de los medios de comunicación en Chile, el Estado tenía que tener un diario y, por eso, acepté”, dijo Cavada en una entrevista para este reportaje.

El dinero, aseguró, lo sacó de su bolsillo y lo que faltaba, lo reunió entre amigos y familiares. “Para mí, esto nunca fue un asunto de negocios, sino una decisión política: yo no quería que el diario pasara a manos de la derecha”, afirmó.

Tironi dijo que cuando Alcalde le hizo una oferta por el paquete accionario de Radio Nacional, ni siquiera estaba al tanto de que esas acciones existían. Tampoco sabía que un hombre del antiguo régimen, Juan Yrarrázaval, estaba sentado en el directorio de La Nación, representando esas acciones a nombre de la radio.

Según recuerda, cuando averiguó, la gerente general de la radio, Myriam Fliman, le informó que el paquete tenía valor Cero. “Casi por principio, decidimos negociarle el precio a Alcalde y él subió la propuesta (a 16 millones) ¡Por supuesto que se las vendimos! En las condiciones en que estaba la radio, su oferta nos pareció una bendición”,  dijo Tironi.

Mañana Capítulo Final:

Cómo creció el poder de Colliguay

El Estado, socio irrelevante de La Nación

 

Revise el documento:

Proyecto sobre propiedad accionaria de La Nación

 

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