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“Plan Marshall” para La Araucanía: ¿en qué sentido un problema regional? Opinión

“Plan Marshall” para La Araucanía: ¿en qué sentido un problema regional?

Felipe Irarrázaval
Por : Felipe Irarrázaval Investigador postdoctoral COES e Instituto de Estudios Urbanos y Terrtitoriales de la Pontificia Universidad Católica de Chile.
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Encadenamientos productivos, empleos, salarios o actividades indirectas, son reducidos en términos agregados. Esto quiere decir que, si bien pueden liderar los indicadores regionales, el efecto que estos sectores tienen en las dinámicas económicas regionales no logra materializarse en una mejora de las condiciones de vida de la población de La Araucanía. De estar equivocada esta afirmación, los datos de Casen tendrían un resultado diferente.


Si bien las recientes declaraciones del futuro Presidente respecto a la violencia en La Araucanía son profundamente discutibles, el diagnóstico respecto a la necesidad de estimular el desarrollo regional en dicha zona es correcto. Centrándonos exclusivamente en lo económico, la región posee la mayor proporción bajo la línea de la pobreza hace varias encuestas Casen, y las condiciones materiales de parte importante de la población –sobre todo la mapuche rural– son alarmantes.

En ese sentido, un plan de desarrollo regional –llamado «Marshall», «Araucanía» o como sea– es parte de la deuda histórica del Estado chileno con La Araucanía. Sin embargo, el contenido de lo que debe ser un plan de desarrollo regional es bastante complejo, y más crítico aun en el contexto político e intercultural de la región. Probablemente el plan que presentará Luis Mayol dentro de seis meses va a estar más cercano al gremio agricultor –al cual representó formalmente– que a la diversidad de grupos sociales de la zona. En ese contexto, el argumento de esta columna es que este plan debe ser, además de concertado con los grupos sociales excluidos de la región, orientado a desarrollar capacidad productiva regional de forma plural, lo que debe basarse en la diversidad del tejido social de La Araucanía.

En un clásico trabajo sobre análisis regional –¿En qué sentido un problema regional?–, la geógrafa inglesa Doreen Massey planteó que el desarrollo a nivel de región no pasaba por un tema de desigualdad socioeconómica, sino por la distribución territorial de la capacidad productiva. La especialización productiva de regiones determinadas en actividades de baja rentabilidad dentro de la división subnacional del trabajo –por ejemplo, extracción de recursos naturales o industrias manufactureras de empleados no calificados–, es la clave del asunto. Esto quiere decir que el punto no pasa por aumentar gastos en salud, educación o infraestructura, sino por promover bases de producción para que la economía regional sea robusta, diversificada y relativamente independiente.

En el caso de La Araucanía, la predominancia del sector forestal y agroindustrial es crítica. Si bien ambos sectores son rentables y lideran el PIB regional, la renta que logra quedarse en la región –ya sea mediante encadenamientos productivos, empleos, salarios o actividades indirectas– es reducida en términos agregados. Esto quiere decir que, si bien pueden liderar los indicadores regionales, el efecto que estos sectores tienen en las dinámicas económicas regionales no logra materializarse en una mejora de las condiciones de vida de la población de La Araucanía. De estar equivocada esta afirmación, los datos de Casen tendrían un resultado diferente.

De acuerdo a INFOR, si bien en La Araucanía se concentra cerca de un tercio de las plantaciones forestales a nivel nacional, su relevancia dentro de la producción forestal de mayor valor agregado –celulosa– es baja. Esto quiere decir que se concentran las actividades de menor captura de renta dentro de la totalidad de la cadena de valor del sector forestal –plantaciones y aserraderos móviles principalmente–, por lo que una proporción marginal de la renta de esa lucrativa industria se queda en la región. En ese contexto, habría que preguntarse qué reciben las comunidades rurales de la provincia de Malleco por habitar en los intersticios de las plantaciones forestales.

Del mismo modo, el efecto del sector agroindustrial sobre el mercado de trabajo es irregular a lo largo del año y precario (trabajo temporal), y de bajas remuneraciones para la mayor parte de trabajadores y trabajadoras. Asimismo, parte importante radica en las periferias de las ciudades intermedias de la región, por lo que la vinculación de la población rural a esta actividad es limitada. Este sector insta a dar cuenta de las  diferencias territoriales al interior de la región, las que también son pronunciadas.

Ante este contexto, es intrigante lo que pueda plantear el casi intendente Mayol. No solo porque debe hacerse cargo de la forma en que el sector agroindustrial y forestal se emplaza en el territorio, sino también por el contexto intercultural y diverso. Si bien buscar mecanismos para aumentar la captura de valor en la región es relevante, este camino no responde plenamente a la diversidad regional. Economías comunitarias, campesinas y de mercados locales se han desarrollado históricamente en ese territorio, y no reconocerlas sería excluir nuevamente a quienes han sido marginados política y económicamente en la región.

La idea de economía plural, propuesta por diversos autores –y desarrollada por Bolivia, pese a que no ha logrado ser implementada apropiadamente–, recoge este punto (revisar Fernanda Wanderley, ¿Qué paso con el proceso de cambio?). Reconociendo que existen diversas formas de organización económica –como desarrolla Karl Polanyi en La gran transformación–, las políticas de desarrollo productivo no deben orientarse exclusivamente al mercado, sino también deben reconocer y potenciar economías comunitarias, cooperativas y estatales, entre otras. En ese sentido, el principio es de buscar complementariedad y coexistencia económica a partir de la diversidad social de la región, en lugar de imponer la economía privada como alternativa única.

Caminos prácticos para esto son abundantes, como por ejemplo el fomento al cooperativismo, el apoyo a producciones de tipo campesino, o la creación de empresas estratégicas de carácter comunitario o municipal. Esto no quiere negar la existencia y el desarrollo del sector privado, sino reconocer que la diversidad del tejido social tiene un correlato en la diversidad económica, así también la existencia de grupos sociales que han sido excluidos de las actividades productivas que predominan en la región. Sin duda esto último conllevaría políticas de restitución de tierras en el caso de las comunidades mapuche, pero esta condición necesaria no es suficiente por sí sola.

Planes anteriores en la región se dejaron sentir mediante un aumento del gasto social e inversión en infraestructura. Si bien esto puede generar buenas cifras macro para la región –por la inversión pública y el efecto en el sector construcción–, este efecto es cosmético en el tiempo y espacio, en tanto las condiciones estructurales a nivel regional persisten.

Ante este escenario, esperemos que este nuevo plan de desarrollo regional no se transforme en más semáforos y pavimento, y que revitalice la capacidad productiva de población que ha sido históricamente marginalizada.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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