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50 años: de la Unidad Popular a los procesos actuales de transformación Opinión

50 años: de la Unidad Popular a los procesos actuales de transformación

En la actualidad, si se mantiene vigente el principio de que transformaciones significativas requieren gobiernos mayoritarios o una mayoría antidictatorial, está claro que aquello no se puede construir mediante alianzas entre partidos políticos. Hoy, estos no representan a la población ni representan un proyecto de sociedad. Quizás la última vez que lo hicieron fue bajo el clivaje dictadura/democracia, donde el aprendizaje fue que, para luchar y terminar con la dictadura, así como para gobernar después, era necesaria la vinculación entre izquierda y centro, lo que no se había hecho nunca.


En 2023, la sociedad chilena ha tenido como una de sus temáticas fundamentales los 50 años desde el golpe de Estado. Este significó la clausura o término del último de los procesos de transformación que venían ocurriendo en América Latina desde la década del sesenta, cuyo punto de inicio había sido la revolución cubana. Los otros proyectos en la región habían fracasado o no habían derivado en un proceso equiparable a la Unidad Popular, o se trataba de una descomposición y recomposición de la izquierda orientada a la lucha armada y, en ese sentido, al rompimiento con el sistema. Otros intentos fueron más populistas que revolucionarios.

En ese diverso panorama, la particularidad del caso chileno en ese período, o concretamente del proyecto de la Unidad Popular, es que se recogía la idea de revolución socialista (considerada factible a raíz de la revolución cubana), pero dentro del marco democrático e institucional. En otros términos, el proyecto apuntaba a reemplazar el modelo capitalista por uno socialista no por las armas, sino en democracia. Este camino era inédito, insertaba una alternativa socialista-institucional en un momento en que la Guerra Fría era el dilema central en el mundo.

Paralelamente, en 1964 ya se había instalado en Brasil una dictadura militar que inauguraría el nuevo autoritarismo en el Cono Sur, tratándose de una respuesta a los procesos de transformación anteriormente descritos. En esa línea, el fenómeno fue calificado por los sociólogos de la época, si se siguen los lineamientos de Barrington Moore, como “revolución capitalista desde arriba”, luego llamado la contrarrevolución capitalista.

El contexto descrito marca el escenario original del proceso de la Unidad Popular.

Este proceso implicaba la llegada al Gobierno del Partido Comunista, el Partido Socialista y otras fuerzas menores orientadas a la transformación. Por lo mismo, la Unidad Popular desata desde el inicio una respuesta (aún embrionaria) de los sectores dominantes en conjunto con Estados Unidos, en que se trató en un primer momento de evitar su llegada al poder y, posteriormente, de eliminarla.

Si bien es enteramente discutible, puede pensarse que una lección de los últimos 53 años es que, ante procesos de transformación estructural, la derecha chilena busca la respuesta más extrema de oposición, siendo una estrategia inicialmente minoritaria, pero que termina convirtiéndose en mayoritaria y hegemónica. El inicio de los años setenta se trata de eso: buscar el derrocamiento por cualquier vía, por caminos institucionales o insurreccionales.

La estrategia de derrocamiento en su versión institucional tuvo varias manifestaciones desde y sobre todo durante el comienzo (por ejemplo, con la posible elección de Jorge Alessandri para impedir el ascenso de Allende vía Congreso, para luego convocar nuevamente a elecciones). En su dimensión extrainstitucional, ejemplos iniciales son el asesinato del general Schneider, la asociación entre el presidente de El Mercurio y Nixon (con la famosa frase “let’s get rid of this bastard”) y los intentos infructuosos de golpe con intervención de la CIA.

Esta estrategia de derrocamiento se hace hegemónica en el conjunto de la oposición y lleva a los militares al poder; es decir, la estrategia de la derecha se impone sobre el centro político. Del otro lado, se observa un Gobierno minoritario que utiliza todos los instrumentos institucionales posibles para ejecutar su programa, así como a las movilizaciones sociales. Este programa de superación del capitalismo, pero de forma democrática, no implicaba eliminar a las personas que sostenían tal modelo económico. En contraste, la estrategia de la oposición se orientó no solo a eliminar el gobierno, sino a la gente que lo apoyaba. En ello, las Fuerzas Armadas, con su entrenamiento, jugaban un rol fundamental.

Una lección de este período es que para realizar transformaciones sustantivas por la vía democrática se requieren gobiernos mayoritarios, capaces de generar en la población un apoyo tal, que las fuerzas contrarias no logren obtener la alianza con los militares. Esa lección supone pensar que las mayorías no se construyen igual en todos los países. Hace 50 años, en Chile se constituían básicamente a través de coaliciones entre partidos, en la medida que los partidos eran ampliamente representativos de la población. Esto no quiere decir que todos eran militantes, pues ese núcleo siempre ha sido reducido, pero sí eran simpatizantes y votantes estables. El sistema partidario lograba representar actores, movimientos y clases sociales.

En la actualidad, si se mantiene vigente el principio de que transformaciones significativas requieren gobiernos mayoritarios o una mayoría antidictatorial, está claro que aquello no se puede construir mediante alianzas entre partidos políticos. Hoy, estos no representan a la población ni representan un proyecto de sociedad. Quizás la última vez que lo hicieron fue bajo el clivaje dictadura/democracia, donde el aprendizaje fue que, para luchar y terminar con la dictadura, así como para gobernar después, era necesaria la vinculación entre izquierda y centro, lo que no se había hecho nunca.

Un punto relevante es que en Chile las repercusiones de la dictadura fueron distintas en comparación con el resto de los países del Cono Sur. En efecto, en todos estos nuevos autoritarismos es posible reconocer, por un lado, una dimensión reactiva-represiva basada en terminar con el Gobierno, sus adherentes y los proyectos precedentes de transformación en general. Por otro lado, estos regímenes tendrían una dimensión refundacional, que implica recomponer el capitalismo e insertarlo en la globalización. Solo el caso chileno logra ejecutar ambas dimensiones y, por lo mismo, nuestra sociedad actual no puede entenderse sin el golpe militar.

Efectivamente, la dictadura no solo significó terminar con lo avanzado, sino que además suponía un proyecto de transformación de corte neoliberal, que fue diseñado por sectores civiles en conjunto con el régimen militar y que logró ser implementado.

Lo anterior es importante hasta el día de hoy: el modelo de los militares está inserto en cada aspecto de la vida social actual. Eso no pasa ni en Brasil, Argentina o Uruguay. En esos casos está la herencia de las masacres y crímenes, la violación de derechos humanos. En Chile se observa lo anterior, pero acompañado de  la transformación social, económica y cultural a sangre y fuego. Por ello, muchos de los problemas actuales se vinculan con ese período, no solo en su dimensión represiva, sino también en el modo en que nos organizamos como sociedad.

Desde 1990, se encuentra una sociedad con un régimen y un Gobierno democrático instalado, donde se habían corregido muchos de los elementos autoritarios más visibles y tangibles y algunos de los más problemáticos del modelo neoliberal (como la pobreza, la desigualdad y el crecimiento económico), pero la impronta en la salud, vivienda, educación, territorios o Estado (regionalización), permanece como herencia dictatorial. Este problema se va a hacer presente no a través del sistema político partidario, sino desde movilizaciones sociales (en 2011-2012 y posteriormente en el estallido), y el mundo político intentará dar la posibilidad a la sociedad de institucionalizar las demandas plasmadas en 2019 a través de un proceso constituyente.

La elección del actual Presidente tuvo un resultado prácticamente idéntico al del plebiscito que terminó con la dictadura. El representante del legado pinochetista saca el mismo porcentaje que el propio Pinochet en 1988, casi 50 años después. En ese sentido, el clivaje central que se genera con el bombardeo a La Moneda, que fue el crimen más grande que se ha cometido en Chile, está presente hasta hoy.

Ahora bien, a lo largo de estos años han surgido otros clivajes, que no cuentan con representación. Por lo mismo, en el proceso constituyente anterior se observó la presencia del estallido en las instituciones. Si no hubieran estado la tía Pikachu ni Rojas Vade ni los independientes, no habría tenido ninguna legitimidad, pero allí también se explica en parte el fracaso del órgano constituyente. Allí hay un componente trágico, como hace 50 años lo era el hecho de que la única manera de impedir el triunfo de la derecha era una alianza entre DC y UP, pero eso no fue posible.

Una diferencia del momento actual es que parecen haber desaparecido los proyectos y procesos. Tenemos movimientos sociales, elecciones en que gana uno y en el siguiente periodo gana la coalición contraria. Hay una masa social que no se expresa en los proyectos en términos políticos, sino por demandas como seguridad. La continuidad del proceso de transformación iniciado en 2019 tiene  pocas probabilidades.

Otra opción es el estancamiento o derechamente una restauración conservadora, lo que dependerá de la capacidad de la derecha de generar un proyecto. En ese caso, será interesante la actuación de aquella masa que no vota, esos cinco millones con rechazo o desinterés en la política, y que podrían adherir a un proyecto como el que representan los republicanos.

La posibilidad de recuperar un proceso de transformación en lo que queda del Gobierno del Presidente Boric, con perspectivas de continuidad y que impida el avance de la restauración conservadora  supone, al menos, tres grandes tareas.

La primera es un proyecto que integre los rasgos de una sociedad que ya dejó de ser la sociedad industrial clásica y las reformas estructurales básicas que se necesitan para superar el orden socioeconómico actual, incorporando no solo libertades e igualdad, sino el principio de solidaridad, así como las nuevas demandas de la ciudadanía en torno a seguridad y orden como parte de un núcleo central de su proyecto, sin abandonar las reivindicaciones clásicas.

En segundo lugar, a partir del hecho de que el Gobierno actual encarna las esperanzas de un proyecto transformador, es necesario redefinir la coalición política en términos de asegurar su cohesión y lealtad de todos sus componentes, lo que significa igual peso de sus componentes, pero estricto ordenamiento en torno al liderazgo presidencial, incluyendo la transformación del Frente Amplio en un solo partido y apertura a los sectores de centro hoy día, a diferencia de otra época disgregados.

Por último, la cuestión crucial, sin la cual nada de lo anterior tendrá importancia real, es la revinculación con la sociedad más allá del  nicho que siempre ocupa la izquierda, lo que significa entender y asumir, entre otras dimensiones, la diversidad de subjetividades, el rechazo actual a la política, la necesidad de presencia del Estado y la vinculación de demandas particulares o identitarias con un horizonte común.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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