Boragó: La cocina más exigente de Chile y una vanguardia incómoda que no busca agradar
Desde los comienzos ásperos hasta una cocina que rehúye la comodidad. Una reflexión sobre la evolución de Boragó y el camino singular de Rodolfo Guzmán, su relación con la identidad chilena, las tensiones de la alta cocina contemporánea y un posible regreso a la cima en los rankings.
Vuelvo a Boragó por cuarta vez, pero de algún modo es como empezar de nuevo: es la primera visita a su “nueva” locación, que ya ni siquiera es nueva. La primera vez —la verdadera primera vez— fue allá por 2014, cuando el restaurante acumulaba ya ocho años de vida.
Los comienzos, que reconstruí en varias charlas con Rodolfo Guzmán, fueron ásperos: un cocinero absolutamente fuera de la caja enfrentado a una industria que no solo no quería hacer el menor esfuerzo por comprenderlo, sino que incluso intentó hundirlo. Esta historia la hemos visto repetirse hasta el cansancio.
A veces la verdad se impone. Paso a paso, Ale y Rodolfo lograron —más gracias a la colaboración extranjera que a la local— situar su restaurante entre los lugares que había que visitar en Sudamérica. Pero el camino nunca fue sencillo, nunca estuvo libre de polémicas, nunca despojado de turbulencias. Se ha dicho tanto sobre Boragó que ya no queda casi nada por añadir. Yo sólo puedo decir lo mío: desde aquella primera visita Rodolfo caminaba el mismo sendero que hoy camina. Un sendero donde no hay sendero. Un andar al estilo de Benjamín Vicuña Mackenna, que inventaba el camino mientras caminaba. En esos años Rodolfo decidió unirse a la corriente que privilegiaba el territorio en lugar de importar la sintaxis europea. Y en mi segunda visita pude acompañarlo a revisar precisamente ese territorio. Después lo vi en su laboratorio de desarrollo, hablando de lacto-fermentaciones cuando todavía no formaban parte del vocabulario de la alta cocina mundial. Ni siquiera de Noma. Hablando de las evoluciones a través de Mycota, llevando esos desarrollos al plato.
Se ve también otra cosa: la llamada “evolución” a lo largo de los menús, aunque tal vez no sea esa la palabra correcta. “Evolución” sugiere un crecimiento arbóreo, un tronco central del que brotan ramas, como diría Deleuze. No conozco en detalle el proceso de trabajo de Rodolfo. Sólo conozco lo que dejan ver sus locaciones, sus menús. Y a través de eso imagino algo más rizomático, más caótico, más libre. Siempre sus platos fueron incómodos, y siento que esa incomodidad se ha vuelto más intensa con los años. Rodolfo es de esos pocos cocineros —junto con Virgilio— que buscan reemplazar la lengua europea de la gastronomía por una sintaxis propia, nacida del contacto directo con el origen de las cosas en un territorio preciso.
En mi última visita a la nueva sede, el menú era para expertos. La sala llena, desbordada, en esta casa apoyada en la ladera del Cerro Manquehuito, que se aleja de la carretera y se arrima al bosque. Mucho más cómoda que la anterior, sí; pero en ningún caso más dócil. No sé cuánta gente va por la comida y cuánta por el prestigio de “haber ido”. La comida no es fácil. Solo algunos pasos se entregan a lo tradicional: la proteína y la grasa del cordero invertido a la cruz, que cierra la cena; algún dulce que grita Patagonia, como esas manzanas diminutas y los frutos que Rodolfo encuentra y clasifica en su entorno. Los verdes son una apuesta exuberante: amargos, astringentes, buscados, provocados. Recuerdo todavía aquel limón lacto-fermentado que se movía como un Camembert. Esa es una de sus líneas de identidad.
Boragó no apela jamás a la tradición ni busca consuelo. No usa las fórmulas remanidas para agradar, tan comunes por ejemplo en Buenos Aires. Ni siquiera se recuesta en la zona de confort que implica el Pacífico, ese recurso infalible al que nadie en Santiago renuncia. Sí, hay mar, pero hay mucho más bosque marítimo, infinitamente más difícil de recorrer con la lengua. Boragó propone noche tras noche una vanguardia que rara vez aparece en Sudamérica. Y en ningún momento asegura la apuesta. No hay trufas ni foie gras. Casi nada es reconocible, salvo el cordero y alguna otra proteína. Es un restaurante para expertos, para gente que no utiliza en su vocabulario las frases “me gusta” o “no me gusta”. Por suerte, la alta cocina vive del esnobismo; sin él, muchos no tendríamos acceso a estas búsquedas, y la cocina perdería altura, dimensión, expansión. Estaríamos condenados a repetir eternamente los mismos platos con pequeñas variaciones presentadas como revoluciones.
¿Es un restaurante discutible? Desde luego. Toda vanguardia es discutible. E inútil si no provoca debate. Pero puedo asegurar que Boragó sangra para enlazarse con el territorio chileno. Y aunque pocos le otorguen valor intelectual, quizás esto exige un tipo de valentía que raras veces se reconoce: la de preferir un desarrollo identitario a la tentación permanente de agradar.
Acaso por eso no tuvo los reconocimientos que, en mi opinión, mereció. Solo un segundo puesto en LATAM 50 Best 2015, el mismo año en que Central ocupó el primero. Sino resulta inentendible que este lugar haya perdido posiciones en los años recientes a manos de una estética más inmediata, impulsada con fuerza por ciertos modelos de comunicación que hoy dominan la conversación gastronómica.
Curioso, ¿no? En aquellos años, los votantes parecían más empeñados en premiar una “cocina de identidad” que en dejarse llevar por la comodidad o la fantasía de pertenecer a cierta élite viajera. Pero ya sabemos en qué se ha convertido este Juego de Tronos culinario: un torneo de sombras donde los desenlaces rara vez respetan el guion.
Los rumores fuertes de este año dicen que Boragó asoma como candidato firme. Quizás Rodolfo deba prepararse para ambas coronas: la de la victoria —si es que al fin se reconoce ese trabajo obstinado que tan pocos ejecutan y que tanto necesitamos— o la del revés, siempre ingrato, aunque más fácil de llevar cuando uno sabe que el aporte de su casa a la culinaria latinoamericana no tiene comparación posible.
En cualquiera de los dos casos, el resultado será reñido, y la historia —esa sí que no vota— ya tomó nota.