Opinión
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El costo de las salas de clases masivas
La discusión sobre la reducción del aforo máximo (ratio) en las aulas, hoy visible en la política educativa de España, debe resonar con urgencia en Chile. La realidad de nuestras salas de clases ha cambiado drásticamente en las últimas tres décadas. La promulgación de normativas como la Ley de Inclusión Escolar (2015) y la Ley de Autismo (2023) garantiza la equidad, pero ha complejizado la composición del alumnado. Hoy, la diversidad de diagnósticos, como el Trastorno del Espectro Autista (TEA) o Necesidades Educativas Especiales (NEE), exige una atención individualizada que un profesor, con la ratio actual, no puede garantizar.
Actualmente, el límite de 35 estudiantes por sala en Chile se distancia significativamente del promedio de la OCDE y de las propuestas de reducción europeas, como la española, que busca bajar a 22 en primaria. Este alto aforo, sumado a la creciente inclusión sin los recursos de apoyo suficientes, sobrecarga al docente, limitando su capacidad para realizar adaptaciones curriculares, manejar desregulaciones conductuales o proporcionar retroalimentación efectiva.
Reducir el número de alumnos es más que una medida administrativa; es un factor de equidad y bienestar docente. Disminuir la carga de estudiantes impacta positivamente en la labor no lectiva, liberando tiempo para la planificación, evaluación formativa y el seguimiento individualizado, esenciales para la atención a la diversidad. Estudios en Chile ya vinculan la masificación histórica con peores resultados en el Simce y mayores brechas de aprendizaje, especialmente en contextos vulnerables.
La caída en la natalidad en Chile abre una ventana de oportunidad única. En lugar de ver la baja de matrícula como un problema meramente financiero que lleva al cierre de centros educativos, el Estado debería transformarla en una política intencionada para reducir el aforo y, a la vez, proteger el empleo docente y mejorar la calidad en la educación. Siguiendo la recomendación de la OCDE, Chile debe priorizar una reducción drástica (quizás a un mínimo de 15) en los establecimientos con mayor vulnerabilidad, asegurando que la inclusión sea efectiva.
Una menor ratio, acompañada de la capacitación docente y la mejora de infraestructura, es la clave para que la promesa de la Ley de Inclusión se materialice en aprendizajes reales.
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