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Prefiero el infierno a Rosalía Yo opino

Prefiero el infierno a Rosalía

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Verónica Aravena Vega
Por : Verónica Aravena Vega Doctora en Estudios de Género y Política de la Universidad de Barcelona.
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Abro las redes sociales y parece Semana Santa. Crucifijos, vírgenes, rezos con eyeliner, lágrimas con filtro dorado. La red se ha vuelto un altar: todo el mundo confiesa, pide perdón, agradece. El algoritmo está en modo catecismo. Ya ni siquiera hace falta ir a misa: el sermón llega directo al feed, servido en formato reel con música celestial y patrocinio de una marca de lujo.

Y lo más inquietante es que las divas del pop —esas que antes quemaban altares, las que bailaban sobre los restos del patriarcado— ahora se arrodillan ante ellos. La fe como aesthetic, la misa como performance, el crucifijo como merchandising. Antes gritaban placer, ahora murmuran culpa.

Me flipa cómo la rebeldía se ha vuelto rezadora.

No me molesta la espiritualidad, me molesta su domesticación. Porque cuando la fe se convierte en estética, deja de ser búsqueda y pasa a ser consumo. Cuando el misticismo se vuelve branding, la redención ya no es salvación, es estrategia de mercado. Detrás de cada gesto piadoso hay un contrato publicitario y un algoritmo bendiciendo la conversión.

Vivimos en una época donde el capitalismo aprendió a hablar el lenguaje de la fe. Nos promete sentido, pureza, iluminación… pero lo cobra con tarjeta. Lo religioso vuelve, pero no como espiritualidad, sino como moodboard. Lo sagrado convertido en filtro.

Y mientras tanto, las redes siguen dibujando el mismo mapa de siempre para las mujeres: o muestras tetas o te haces monja. O erotizas tu cuerpo para sobrevivir al algoritmo, o te escondes detrás del rosario. No hay espacio para lo intermedio, ni para lo complejo. El sistema necesita extremos porque los extremos venden.

El capitalismo capturó el feminismo, lo vistió de empoderamiento y lo transformó en una tienda de campaña con dos secciones: la liberada y la pura. La santa y la puta. Todo lo demás queda fuera del encuadre.

Nos dicen que elegimos, pero lo que elegimos siempre está preformateado. Si te desnudas, eres provocadora. Si te tapas, eres profunda. Si hablas de sexo, te acusan de banal; si hablas de Dios, te llaman valiente. Pero en los dos casos, el mercado aplaude, factura y sigue dictando la moral del deseo.

Y mientras aplauden la “madurez espiritual” de las estrellas, nadie señala el doble rasero cultural. Si una artista saliera con hiyab, dirían que se radicalizó; si posa con una cruz, es “profunda”. Lo religioso solo asusta cuando no lleva sello occidental.

Me jode esa hipocresía. Me jode el blanqueo del catolicismo, ese intento de venderlo como una estética “vintage”, como si no cargara encima cinco siglos de inquisición, colonización y terapias de conversión. Como si no fuera una institución que moldeó el patriarcado y quemó a las mujeres que se salían del molde.

Porque no se trata de prohibir la fe, sino de recordar quién la administró. No se trata de atacar lo espiritual, sino de señalar el poder. Y el poder, ya lo sabemos, tiene sotana, tiene púlpito y, ahora, cuenta de Instagram.

La nueva santidad se mide en likes. Las nuevas mártires son influencers que lloran en cámara. El capitalismo no necesita censurar a las brujas: les da un contrato. Las convierte en producto. Las vende como “auténticas”. Y así, la disidencia se vuelve marketing, la herejía se vuelve contenido, y la revolución se monetiza a través de colaboraciones pagadas.

El feminismo, ese movimiento que nació para incendiar estructuras, ahora se vende en frascos de perfume y slogans de camisetas. “Girl power” en letras doradas, producido por las mismas marcas que precarizan mujeres en Bangladesh. Una ironía tan grande que ya ni siquiera escandaliza.

Pero claro, el problema no es solo el capitalismo, sino su capacidad de camuflaje. Todo lo absorbe. Si gritas, te vende como disruptiva; si callas, como elegante. Si luchas, te premia con visibilidad; si te hartas, te vuelve meme. No hay afuera. Hasta el infierno tiene sponsorship.

Y mientras tanto, seguimos repitiendo los gestos de la culpa: confesarnos en redes, pedir disculpas públicas, performar arrepentimiento. La red es una nueva iglesia: el púlpito es el timeline y la misa se celebra a diario. Nos arrodillamos ante el algoritmo esperando absolución en forma de likes.

No sé cuándo empezamos a confundir liberación con autopromoción, deseo con visibilidad, fe con estética. Quizás fue cuando el capitalismo aprendió a disfrazarse de feminista. O cuando el feminismo empezó a necesitar aprobación del mercado para existir.

Lo que está pasando con la religión en el pop no es una anécdota: es un síntoma. Es el espejo donde se refleja nuestra incapacidad de imaginar libertad fuera del sistema. Si hasta el arte, ese espacio que debería ser herejía pura, termina cantando salmos corporativos, ¿qué nos queda?

A veces pienso que esta “espiritualidad pop” es el nuevo opio del empoderamiento. Una dosis justa de culpa y redención para seguir funcionando, para no tener que mirar de frente la precariedad, la soledad, la crisis ecológica, el colapso de todo. Mejor rezar que politizar. Mejor meditar que protestar. Mejor creer que pensar.

Y no, no me molesta que la gente crea. Me molesta que nos vendan fe sin política, estética sin historia, feminismo sin conflicto. Me molesta que el pop, ese espacio que alguna vez fue la catedral del exceso, se haya convertido en un convento de culpa y complacencia.

Quiero artistas que incomoden, no que evangelicen. Quiero cuerpos que se gocen, no que se purifiquen. Quiero voces que blasfemen, no que pidan perdón.

El capitalismo encontró la forma perfecta de neutralizar la disidencia: darle estilo. Lo queer se volvió tendencia, lo feminista se volvió marketing, lo espiritual se volvió filtro. Nada muere: todo se recicla. Pero cada reciclaje es una amputación.

Y así, entre el cuerpo y la culpa, el deseo y el dogma, seguimos bailando en un péndulo de contradicciones. Las redes nos enseñaron a convertir cada herida en contenido, cada reflexión en eslogan, cada rebeldía en oportunidad de venta. Pero lo más peligroso es que empezamos a creer que eso es libertad.

Yo no quiero elegir entre mostrar las tetas o ponerme un velo. Quiero un mundo donde ninguna de esas opciones necesite justificarse. Quiero que la fe no sea marketing y que el deseo no sea mercancía. Quiero que el arte vuelva a ser herejía, no liturgia.

Pero claro, eso no entra bien en el feed.

El infierno, al menos, sigue sin WiFi. No hay likes, pero hay silencio. Hay margen para el pensamiento. Nadie te dice qué tan ardiente deberías ser. Nadie te mide la pureza ni la visibilidad.

Prefiero el infierno: al menos allí nadie te dice cómo tienes que arder.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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