
Crítica de cine: “St. Vincent”, una fábula de seres solos
Dirigida por el realizador neoyorquino Theodore Melfi, esta comedia también compitió por el galardón al largometraje más meritorio en la gran antesala de los premios Oscar, ocurrida en Los Ángeles hace un par de semanas. Así, la presente obra se trata de una película donde brillan las interpretaciones del experimentado artista estadounidense, de la versátil actriz inglesa Naomi Watts (aquí deslumbrante en su rol de “Daka”), y el trabajo dramático del niño Jaeden Lieberher. Una historia emotiva y argumentalmente sugerente, que pese a su correcto montaje, cuenta con evidentes insolvencias en la creación de su libreto. No obstante, el lente del autor resplandece en su fotografía y en la mirada de un Brooklyn cercano, de barrio y acogedor.
“La verdad es que tú, en el fondo, eres un hombre bondadoso y tierno (lo que sigue no contradice este hecho; hablo tan sólo de cómo influía en el niño tu apariencia), pero no todos los niños tienen la constancia y la intrepidez necesarias para buscar la bondad hasta dar con ella”.
Franz Kafka, en Carta al padre

Si debemos efectuar un juicio estético definitivo, diremos lo siguiente: St. Vincent (2014), es una pieza irregular, por instantes risible y entrañable, cuya trama reconforta, pero que termina por ser cinematográficamente incompleta, no acabada; y con un desenlace predecible y evidentes pasajes de su guión, conjugados en una forma insatisfactoria, durante el total de los 102 minutos por los que se extiende esta cinta.
Lo mejor, sin fintas: las actuaciones del trío estelar, encarnado por Bill Murray (Vincent), la sorprendente Naomi Watts y el desempeño del adolescente Jaeden Lieberher. Este último, en el papel del joven Oliver, un menor de cerca de 13 años, con un padre “invisible”, y quien llega a la megápolis, escapando de los maltratos y de los engaños que su progenitor le dispensaba a su esforzada mamá; una suerte de enfermera, que ocupa la mayor parte de su tiempo ganándose el sustento en la sala de scanner, de un hospital de Nueva York. La mujer es abordada sin mayores reparos en sus constantes apariciones, por Melissa McCarthy (la que tiene Maggie, por nombre, mientras se proyecta la historia).
Pero el segundo filme de ficción, en la trayectoria del director Theodore Melfi, presenta igualmente otras virtudes: la fotografía de su cámara, y la resolución del montaje, por ejemplo. También, los significados hermenéuticos de su relato, y una sana moralidad que se desprende de ciertas situaciones dramáticas del argumento. Sin embargo, su libreto exhibe escenas y flancos en la trama, los que por momentos son extraños, y que sin llegar a la incoherencia, se hallan indudablemente desenvueltas con errores y escaso sentido narrativo, y menos, de talento literario, por parte de su escritor original (el mismo realizador).

Su temática seduce y sus implicancias son un clásico en los guiones y en las novelas del corpus anglosajón: bástenos mencionar los apellidos de Charles Dickens y de Mark Twain, al respecto. Los que asimismo alientan la sangre de algunos créditos audiovisuales próximos en su estreno: a Local Color (2006), de George Gallo, y protagonizada por Armin Mueller-Stahl y Trevor Morgan; a Hearts in Atlantis (2001), de Scott Hicks, y que basada en un texto de Stephen King, está estelarizada por Anthony Hopkins; y a The Man Without a Face (1993), dirigida e interpretada doblemente por el polémico Mel Gibson.
Oliver (Lieberher) llega al barrio de Bay Ridge, en Brooklyn, y a un colegio regentado por sacerdotes católicos. Su madre –una profesional del sector salud-, divorciada, una mujer sola, no puede dedicarle todo el tiempo que quisiese, y de esa manera, la cotidianidad del niño, evidencia señales inequívocas de abandono familiar. Un par de coincidencias, y el misántropo Vincent (Bill Murray), pasa a convertirse en el niñero del menor. Entonces, el necesitado adolescente –por una imagen y figura paterna sobre la cual reflejarse-, encuentra en el gruñón y desordenado hombre, el símbolo que estaba buscando y el bastón que imperiosamente requería, para su aprendizaje vital.

En esa relación afectiva y sustitutiva que comienza a desarrollarse entre ambos, Oliver descubre sus potencialidades ocultas, y hasta conoce las técnicas y estrategias propias de un varón, a fin de defenderse de los matones que en la escuela lo acechan y acorralan. Juntos, el dúo visita el hipódromo, recorre la ciudad, y hasta entran en contacto con una “Dama de la Noche”: Daka, personificada con vítores por Naomi Watts.
Para los seguidores de la rubia actriz inglesa, su participación en este filme, revela una cara desconocida de sus dotes dramáticas. Siempre elegante, hermosa y representando a mujeres que rondan los tipos femeninos, privativos de las clases altas y el “buen gusto”; en esta ocasión, la observamos como una prostituta embarazada –que baila diestramente en el caño, pese a su estado-, sin domicilio conocido, casi marginal, y quien acompaña a Vincent en sus correrías urbanas, con el fin de ganar dinero, vender drogas o bien intercambiar los estupefacientes con bravos proveedores.
Su actuación es creíble y auténtica, y los gestos que se desprenden de su cuerpo, de su mirada y de su oralidad, manifiestan a una intérprete en plena posesión de los más variados registros y caracteres humanos. Creo, sin temor a equivocarme, que su performance significa para esta pieza fílmica, un aporte cualitativamente mayor que la efectuada por el nominado y festejado Bill Murray.

Así, es en los recovecos de la biografía de Vincent, donde rastreamos principalmente las falencias de continuidad en la construcción de algunos roles y en la grabación de contadas secuencias, que anotamos al principio. Los datos y causas de la esposa enferma y varada en un sanatorio del sesentón, sin ir demasiado lejos; los detalles de su vínculo con Daka, por ejemplo. O bien, el delineamiento exacto de las actividades a las que se dedica el veterano de Vietnam, con el objeto de granjearse el sustento. A esos quiebres, se le añaden factores tales como un finiquito precipitado del argumento, y acontecimientos ubicados en la medianía del tiempo diegético, que se proyectan sin una justificación previa.
Los mencionados, son aspectos que nos remiten a un guión imperfecto y a personajes creados con poco espesor y profundidad psicológica, insolvencias que salen demasiado caro en una historia de fronteras tan convencionales como la que analizamos. Desafecciones que tampoco hunden los logros de esta realización en un pozo sin luz ni salida, sin embargo.
En efecto, el retrato audiovisual, provisto de una fotografía hermosa en su composición, que hace Theodore Melfi de la ciudad de Nueva York -con una cámara que se sube a un descapotable en movimiento y que recorre un Brooklyn de vida de barrio-; además del buen montaje que detiene las incomprensiones (ya denunciadas), empujadas por el texto; responden a las de un producto que, por lo menos en esa vertiente, resiste sólo objeciones menores. Y por supuesto, la gran fortaleza de esta película: traer, nuevamente, el tópico de la persecución del padre ausente y de su vacío cruel en el imaginario de cualquier niño, utilizando en su recreación a tres intérpretes de otra calidad y de exquisita sensibilidad, como lo son Bill Murray, Naomi Watts y el jovencísimo Jaeden Lieberher.
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