
Crítica de cine: “Mommy” de Xavier Dolan, el divagar de los sueños tristes
El quinto largometraje de ficción del director canadiense es un nuevo ejemplo del talento innato de su autor. El despliegue de un foco sin pasos en vano, y la creación de una imagen donde cada táctica descriptiva registra una pensada especulación sobre cómo simbolizar una historia a través de fotogramas, en un estilo que mezcla lo “kitsch”, el virtuosismo técnico, lo visceral y la cultura popular.
“Ahora floto a la deriva aferrado a un madero / La sal y el sol me queman los ojos / y mis labios se llenan de llagas / Las estrellas que guían a los navegantes / no saben hacia dónde guiarme / Las olas arrojan mi cuerpo a una isla desierta”.
Óscar Hahn, en Apariciones profanasMommy (2014): componer un encuadre en el que los rostros de sus personajes, sean los verdaderos protagonistas, más allá de la utilización de un primer plano que, si bien es reiterado, jamás aburre y nunca agobia la lectura del observador, lo que es una de sus virtudes más encomiables.
Si el lente satura la cara de los actores, después lo descomprime mostrando el espacio y el contexto que los circunda: la visión de una calle con sus vehículos, los símbolos del poder adquisitivo de un barrio urbano mesocrático, o la luz que se refleja en el vidrio de la retina y el foco, con las hojas quebradas de un liquidámbar cayendo, desarmadas, en un efecto de eterno otoño, frío y de nostalgia.

En la plasticidad del fotograma recortado (aquel de los dos tercios), se aprecia en el realizador una mirada fílmica, la que se entrecruza con una intencionalidad dramática: si la composición del encuadre se halla en un 70% de sus posibilidades, es porque tanto el rebelde Steve (el actor Antoine-Olivier Pilon), como su madre, la hastiada Diane Després (encarnada por Anne Dorval), todavía no han encontrado un estado emocional que se parezca remotamente a la satisfacción.
Pero si la pantalla se extiende por momentos, y lo hace en dos ocasiones del largometraje, se debe a que presenciamos un clímax argumental de pronta y cercana resolución; y donde los miembros del reparto, se preparan para dejar atrás una secuencia de trastorno psicológico, embotellamiento existencial y por fin están a metros de acariciar una cierta plenitud o de desenlace mental, y de precisar una claridad, una certeza, alrededor de sus cuestionamientos más íntimos y complejos.
Porque el cineasta no graba la realidad, la transforma, la interviene, la sensibiliza con una fotografía entre publicitaria y pictórica, y una dirección de arte que acoge vertientes estéticas que van desde lo kitsch (especialmente en el decorado del set), hasta llegar a elementos de la cultura popular (con una banda sonora que reproduce pistas del cantante italiano Andrea Bocelli y del grupo británico Oasis, por citar). Y un retrato de la clase media canadiense (de la que habla francés y habita en Québec), brutal y al desnudo: desorden en las habitaciones de sus hogares, violencia verbal y gestual en los comportamientos y relaciones internas, marcadas por la turbulencia, el dolor afectivo y el desapego social y familiar.

Como en filmes anteriores de Dolan, que hemos podido analizar: J’ai tué ma mère (2009), Les amours imaginaires (2010), y Laurence Anyways (2012), aquí en Mommy, la cámara centra sus energías creativas, precisamente, en aquello: en un tratamiento audiovisual y temático, de los sentimientos marginales y transgresores, poco corrientes, que emergen de la naturaleza humana.
No en vano, esa fijación que presenta el realizador con los desplazamientos particulares, casi siempre se desarrolla previo a un encuentro de uno de los personajes, con otro ser y miembro del reparto (de índole romántica o amistosa), o bien, como ya dijimos, en el instante que antecede a la dispersión de un nudo narrativo. Lo simple de la épica diaria de una vida, estimula la aparición de lo oculto y de lo insondable, dice el autor.
Hay que comprender este detalle “ideológico”: al ojo del director, y a la mirada del espectador sentado en la butaca, el mundo diegético (el de la ficción), se manifiesta a cabalidad sólo mediante un travelling o en el ejercicio del flaneur citadino; el elenco echa a correr el tiempo, y la perspectiva inventada, adquiere, entonces, los factores estéticos y vertebrales, que la transforman en un fotograma cierto de lo que el artista anhela comunicar y producir.

Los protagonistas de Mommy, así, avanzan en un mapa dramático de delirio cotidiano y de marginalidad esencial en sus vínculos generales más fútiles y radicales. Y en ese significado hermenéutico y literario, los caracteres de Xavier Dolan guardan un parentesco con los perfiles delineados por el cine de John Cassavetes: con un pie adentro de la maquinaria socioeconómica, y otro fuera, con sus obsesiones mentales empantanadas en sus quiebres familiares, la pobreza financiera y los trastornos psiquiátricos.
Las actuaciones de Dorval, Pilon y de Suzanne Clément (la frágil y tartamuda Kyla) son de primerísima categoría, acompañadas por un guión (escrito por el mismo niño terrible), de gran belleza artística. La soledad como castigo y condena, las biografías al límite, la desorientación y miopía de horizontes existenciales, el racismo de los grupos blancos más postergados, resultan un saldo de cuentas del director, quizás, con su propio origen: en este crédito, como en todas las películas de su autor, no aparecen figuras paternas ni masculinas que cumplan ese rol, el de ser padres; o los jóvenes están solos, o a cargo de madres vulnerables y sobre protectoras, y la confusión acerca de la propia orientación sexual, se debate dolorosa, también, en las fronteras de esa ausencia y vacío fundamental. Y la gente (los roles) sueñan, y como contrapeso a sus tristes circunstancias, divagan con la exaltación de sus deseos y con el asesinato de sus frustraciones más pesadas y palpables.
El cine de Dolan resulta una experiencia intensa y fuerte para quien no esté preparado, pero aún así, confortable, molesta y exquisita porque complementa dos cualidades, que en el panorama fílmico de estos días, mayoritariamente, transitan separadas, por vías casi irreconciliables y en estado de guerra y abierta beligerancia, a saber: un lenguaje audiovisual de alto vuelo, y un libreto perfecto, al servicio de esa invaluable e irrenunciable, premisa técnica.