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«La bella muerte. Epifanías fúnebres» de Natalia Berbelagua

«La bella muerte. Epifanías fúnebres» de Natalia Berbelagua

El estilo narrativo de Berbelagua, que no terminaba aún de madurar en su primer volumen de cuentos, Valporno, pero que igual presagiaba la eficacia del golpe, vuelve aquí solidificado, sin flancos débiles que no sean salvables, con fuerza suficiente y casi la pericia (parafraseando a Cortázar) para ganar en cada cuento por nocaut o, al menos, por algunos puntos de ventaja.


El mexicano José Revueltas decía que huir de la muerte es un fariseísmo, y amar la vida, una canallada. Viniendo de un escritor como Revueltas, el comentario no es arbitrario: la literatura, la buena en serio, adscribe de algún modo a esos dos mandatos, abstrayéndose de la escena y juzgándola como un espectador receloso del fulgor de las luces y la densidad de las sombras. Lo que logra Natalia Berbelagua en La bella muerte. Epifanías fúnebres, su segundo volumen de relatos, que no reverencia a la muerte ni a sus ceremonias, pero tampoco honra la vida de sus personajes.

La bella muerte se divide en dos partes: la primera (En la muerte algo parecido al amor) reúne los relatos en cuestión; la segunda (Flores para muertos ilustres), una serie de textos que rescata la memoria de sujetos célebres, algunos conocidos por su derrotero en vida (Erik Satie, María Luisa Bombal, Nahui Ollín, Horacio Quiroga), y otros (Jorge Matute Johns, Hans Pozo) justamente por su muerte. Esta segunda parte, la de las Flores para muertos ilustres, es una ejecución poética a medio camino entre el discurso funerario y el epitafio que pone la atención, como en una instantánea, en el vínculo entre el sujeto evocado y la perspectiva de su final. Así, Nahui Ollín no es ya la hembra mexicana de los ojos incandescentes, la artista transgresora del desnudo y el autorretrato, sino la vieja loca de los harapos, del corazón vacío y el amor muerto:

«Una marea de larvas azules baña el que será el último verano de tus piernas, la espuma de cientos de lombrices disputan tus pantorrillas, hacen de ti la carnada más bella del Dios anciano del fuego».

Laura Vicuña se escapa del martirologio para denunciar que los fetiches religiosos que evocan su suplicio resguardan también, secretamente, el semen de su violador (una ironía muy cristiana); y Hans Pozo retorna en el imaginario de sus deudos con el cuerpo íntegro y el rostro inmaculado, no como el collage carcomido que acabó siendo:

«En la mandíbula de un perro negro el blanco y el rojo de la piel lacerada. […] un cuerpo convertido en un collage, un ensamblaje de Hanna Hoch encarnada en el forense».

Ejercicios literarios, estos de los epitafios, en los que Berbelagua muestra su habilidad para conjugar lo macabro con lo bello, y sale bien parada.

Algo similar ocurre con la primera parte del libro, la de los cuentos, que desde distintas ópticas, y con diversa suerte, se adentra, con la excusa de la muerte, en las vidas mínimas de sus personajes. A gusto personal, y de un total de once relatos, destacan «El arte de la sonrisa», sobre una aficionada a componer placas dentales que se obsesiona con la vida de su vecino, pero más con su sonrisa, o la falta de ella; «La mala suerte de Gerardo Vian», la angustia de un escritor que confirma que entre los ridículamente pocos asistentes a sus conferencias una figura inquietante se repite; y «La casa nueva», donde, a través de sus preparativos funerarios, una desahuciada desanda el camino hacia la matriz. Pero son «La bella muerte», «Madrecitas de los pobres» y «Tragaperras» lo mejor de la cosecha, y lo que hace que estos cuentos representen el estilo de Berbelagua.

En «La bella muerte», el cuento que da nombre al libro, una modelo despechada confiesa su venganza contra su amante infiel, un brasileño caído en la cárcel por tráfico de éxtasis; pero el escarmiento deja expuesto algo más que la mera reparación ante la afrenta: hay amor en la represalia, un amor perverso y ególatra, que se enreda entre el amor al otro y a sí mismo, que quiere ser la única fuente de luz y la única salida, anulando toda otra forma de satisfacción.

«Adentro mío creció una fuerza roja si pudiera ejemplificarla con colores, algo que me impulsó a pagarle a un gendarme por su sufrimiento. Acordamos un dinero semanal para dejar de cuidarlo de los otros reos, hacer oídos sordos a los ultrajes y los golpes. El compromiso era enterarme de esos episodios con detalle. Ni siquiera fue necesario que el tipo verbalizara lo ocurrido, ya que en cada visita Paulo estaba peor, hastiado de tanto sufrir. Lloró en cada uno de nuestros encuentros, me pedía abrazos, cobijarlo, prometerle que no lo dejaría solo. […] abulté mi cuenta bancaria con el fin de renunciar un día a esa vida mentirosa y cruel de los flashes, para huir con Paulo a algún lugar donde mi cara no fuera motivo de darse la vuelta en la calle para decir ¿dónde fue que la vi?».

El cuento «Madrecita de los pobres» nos sumerge, a partir de un descubrimiento estremecedor y de la búsqueda de un final feliz, en las miserias de los geriátricos y el abandono de los viejos, en el desamor, la deslealtad, la moral hipócrita, pero sin apelar a sermones. Merito extra se lleva la tensión lograda en este relato y su final, no poco desconcertante.

«Lucía aprovecha que la monja es necesitada por una de las auxiliares para desobedecer y subir las escaleras. Encuentra lo que está buscando. Ancianas amarradas a los catres con trozos de género sucio y correas, con pozas de saliva en las almohadas, hacinadas, con lágrimas convertidas en costras».

«Tragaperras» completa esta tanda de los mejores cuentos, la fuga de dos adictas, una alcohólica, la otra ludópata, del centro de rehabilitación en el que encallaron, con la intención primero de seguir una vida ordenada sin control médico y, al poco rato, desbocadas y dispuestas a sorberse hasta el último trozo de existencia. Destaca el modo en que Berbelagua transforma los actos de degradación, que suelen ser el lugar común para apuntalar los vicios, en mecanismos de supervivencia

«Fui yo quien acompaño a Estela a su mundo de luces doradas, fichas, ruletas y cartas. Pude ver su ansiedad, el sudor que resplandecía en su cuello, la furia con que se desgarraba las cutículas hasta dejarse los dedos imposibles por no tener dinero con qué jugar. En algún momento de la noche no soportó la angustia y fue a encerrarse en un baño. La encontré practicándole sexo oral a un tipo gordo con la piel colgándole de la cara como una máscara de mala calidad a cambio de unos billetes. La esperé afuera para volver a la sala de juegos. Parecía otra, sus ojos resplandecían, podría decir que hasta se veía más joven».

Concluyendo, el estilo narrativo de Berbelagua, que no terminaba aún de madurar en su primer volumen de cuentos, Valporno, pero que igual presagiaba la eficacia del golpe, vuelve aquí solidificado, sin flancos débiles que no sean salvables, con fuerza suficiente y casi la pericia (parafraseando a Cortázar) para ganar en cada cuento por nocaut o, al menos, por algunos puntos de ventaja. Berbelagua retoma en La bella muerte la arquitectura del realismo sucio y la dota de su propia estética cadenciosa, con un tono que no deja de ser poético, aun cuando no lo pretenda, y que tampoco resulta para nada artificioso. Es este su sello personal, y La bella muerte un libro muy recomendable.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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